Tuesday, August 26, 2008

La balada de La Cuca

Cuando lo vi por primera vez pensé que se había pasado de tragos. Estaba tumbado en una esquina de La Cucaracha, con la boca abierta y los párpados entrecerrados. No sé cómo lo conseguía, pero roncaba recio cuando los alegatos en la cantina producían el pico más alto de la madrugada. Luego volví, tres, cinco veces más, y siempre estaba ahí, dormitando entre vasos y humo de cigarro. Qué miseria. Y qué desmadre el de la cantina siempre. La última vez una chica salió corriendo del baño y entre aullidos jaloneó del cabello a un tipo que se carcajeaba con otras chancludas que pretendían lucir sensuales. Lo zarandeó de tal manera que seguro le lastimó la nuca. En la operación se rompieron botellas, hubo rumores y risas; vamos, la cantina no volvió a ser la misma. Y ante todo ese alboroto el hombre de la esquina permanecía en lo suyo; sentado, sobándose la cabeza, harto de tanto escándalo. Somnoliento. Sobrio. Hasta la madre de “dormir” en una cantina.

La Cuca –como cariñosamente la llaman- es un bicho grasiento y repulsivo, pero con la coraza blanda. Acepta a todo tipo de parroquianos, de cualquier nacionalidad y nivel social. Una vez escuché la charla entre dos que abundaban sobre la supuesta visita que Amy Winehouse hizo el verano pasado a la barra del lugar. Eran ingleses y estaban bien convencidos de haberla visto echarse unos tragos ahí. Yo les creo. La Cuca es una buena coladera para chicas del corte de Winehouse; gamberras de alma grande. Un salón inmenso con unas seis salas -sí, salas- donde uno puede sentarse a beber mientras el televisor proyecta pornografía sin restricción. Es como un lindo hogar, cálido y cochambroso. Cada sala tiene su mesa de centro y si se llega solo a una de ellas no faltará quién se acerqué y así, como si se estuviera en una casa común y corriente, pida permiso para sentarse a brindar.

Una inmensa cucaracha de metal sobre la pared, vigilando la entrada a los sanitarios...
El baño para caballeros. Limpio. Sobrio. Elegante.
Fue en una de esas salas que alguien me tomó del hombro, justo cuando yo estaba a punto de tomar asiento. Era un hombre de baja estatura, chimuelo y flaco. El Perro, así me contó que le decían. Según sus propias palabras era un ojete. Se había partido la madre millones de veces y jamás había perdido un sólo tiro. Su rostro mostraba impactos tan violentos como los de la superficie lunar, su boca había sufrido una suerte similar y sus encías lo resentían, pero sus oponentes, me dijo, siempre habían quedado embarrados en el suelo. No entiendo por qué ese canino en dos patas me eligió a mí para contarme todo eso, sólo sé que me tomó del hombro para preguntarme si alguna vez me había partido la madre con alguien, y de ahí se siguió. Mis intentos subsecuentes por quitármelo de encima no funcionaron, así que recibí estoicamente su monólogo de puños por unos diez minutos. Al comienzo fue pintoresco, “el perro y yo charlando”, pero pronto me sentí harto. Y también preocupado, porque a cada minuto que trascurría la situación se ponía más tensa. Y es que El Perro pasó, toscamente, de las anécdotas a los detalles explícitos. “Mira mis puños, míralos cabrón; ¿a poco no me crees capaz de darte un putazo?”.
Visitante anónimo bebe concentrado mientras un paisaje de San Miguel de Allende opera como telón de fondo
Evidentemente Perrito no quería charlar, lo que buscaba era alguien con quien mantenerse en condición para tonificar sus nudillos. Ya me había dicho que le gustaba pelearse nada más porque sí, que le encantaba sentir cómo sus puños se estrellaban en algún rostro y que el pretexto era lo de menos. “Estás más alto que yo, pero sí te parto tu madre, ¿quieres ver?”. Y yo que sólo fui por una cerveza para pasar el rato. Parecía que la bestia quería soltar mordidas -ya hasta salpicaba saliva al hablar- pero yo mantenía un tono amigable, intentando aplacarla: “mira Perro, no quiero que me enseñes cómo pegas, de verdad. Y ya tengo que irme”. Mi papel era ese: soltar palabras con serenidad, porque aquel sí que estaba ebrio y lo menos indicado era prestarse a malos entendidos. Sin embargo cada vez que yo daba un paso me detenía para decirme que no me fuera y acto seguido soltaba alguna provocación. “Tienes los brazos más largos que yo, pero si te pego aquí, en el cuello, te desmayas. Esa clase de trucos los he ido aprendiendo en el camino”, y mientras me lo decía ponía su puño justo ahí, en el lugar que, según él, era el más vulnerable. La pasé mal. Por un momento incluso perdí el hilo de sus anécdotas. Sólo hablaba de sangre y patadas sin dejar de manotear cuando a mí ya me urgía largarme. Y así, entre su palabrería, una oración resalto lo suficiente como para mirarlo fijamente a los ojos: “oye, cómo ves; vamos a darnos unos putazos tú y yo”.

Jamás en mi vida he soltado un golpe. A nadie. Pero aquel pedía uno, al menos uno. Y notaba mi nerviosismo, sabía que yo no estaba listo para una situación así. ¿Qué se hace en un caso como ese? ¿Responder? ¿Echarse a correr? ¿Será cierto eso del golpe mortal en el cuello? Hice mi último y más desesperado intento: “Perro, me voy. Ahora sí. Y no vamos a pelearnos. No hay por qué”. Le extendí la mano, una vez más, decidido. Él la miró y rió. Entonces vino el apretón. Pero no molestes, ¡qué apretón! Fuerte de verdad, con ganas de lastimar. Claro que me dolía la mano mientras el perrito me veía sonriente y se despedía con un "camaraaaaaa", casi, moviendo la cola, pero fingí que todo estaba en orden. No dejé de responderle la sonrisa mientras mi mano perdía circulación gradualmente hasta que, al fin, El Perro aflojó el grillete de sus patas . Apenas me soltó, de inmediato salí del lugar. Me fui a casa -por cierto, ubicada a la vuelta de la esquina- sobándome la mano. Desde mi cuarto aún escuchaba los ladridos de los necios que se negaban a partir, a pesar de ser las cinco de la mañana.
Tres parroquianos posan felices. Naturalmente, ninguno de ellos es El Perro