Liverpool
El tren anduvo medio vacío desde que salió de Londres y el viaje no fue lo estimulante que yo esperaba; lo único que las ventanas dejaron ver fueron campos interminables, ríos solitarios y casas viejas que se repetían una tras otra bajo un cielo gris. El cuadro perfecto para despedirse, seguro. Mientras dormitaba en mi asiento, a cada minuto podía sentir cómo Londres se iba quedando atrás, y para mí no habría vuelta. Pensaba en “Black and white town” de Doves cuando mi andar era en reversa; al pueblo satélite que, a decir verdad, alguna vez fue el ojo del huracán y que muy pronto será la capital de Europa. Todo el cansancio acumulado se esfumó de golpe al abandonar el tren Virgin. Y mientras cargaba mis maletas caminando por la estación, en mi nuca rondaba la tonada de “Ticket to ride”. Mediodía soleado y un suelo enjuagado por millones de lágrimas. Liverpool, al fin.
El encargado del lugar que me dará alojamiento me ha dicho que la mejor opción para llegar a mi morada es tomar un taxi, así que ya fuera de la estación le indico la dirección a un conductor que abraza el volante al lado izquierdo de un vehículo negro que conserva las bondades estéticas de hace cincuenta años. En pocos minutos estaré ahí, en el lugar que busco; una casa amplia a las orillas de la ciudad que presume una fachada muy similar a la que he visto decenas de veces en películas. Abro una puertecilla de madera que luce ligeramente descuidada y toco a la puerta. Un hombre sale con una sonrisa y me invita a pasar. La casa luce excelente ya dentro. Veo la cocina, con el sol sobando una mesa que carga en su centro un frutero con manzanas. Ese detalle me llena de alivio; siento que todo irá bien y que mis amargos recuerdos en un miserable hostal londinense quedarán sepultados por el peso seco de una cama limpia y un baño decente. El suelo de la casona es de duela y la escalera se merece un premio pero, joder, esa chimenea… no tiene recato en guiñarme el ojo. El sitio del fuego no está en desuso -como suele ocurrir- y muestra restos de las últimas flamas, quizá de ayer o de hoy mismo, por la mañana. La miro y me veo ahí, sobándome las manos mientras un tarro de cerveza descansa en el suelo, esperando a pasar por mi garganta tras una cena caliente.
No puedo sentarme cuando el hombre se excusa por un minuto; permanezco de pie observándolo todo, saboreándomelo todo, pero entonces reaparece mi anfitrión, de nombre Steve, y me hace saber que no podré quedarme en su casa. Hay remodelaciones, dice, composturas que hacerle a esa vieja casa. Me comenta que estaba planeado que los desperfectos desaparecieran para mi llegada, pero sobrepasaron las expectativas y un grupo de personas mucho más numerosa que la que llegamos ese día – mi chica y yo- arribará al lugar la próxima semana y lo mejor es apresurar el paso sin clientes estorbando. Bien, entiendo todo eso, suena lógico, pero ¿a mí qué? Yo ya pagué y quiero mi servicio. Mientras tomo aire para iniciar el reclamo Steve me mira con una mueca que delata me tiene algo preparado. Me explica que hay un hotel justo en el corazón de Liverpool, muy bonito. 4 estrellas. Y hay reservada una habitación para nosotros. Él pagara la diferencia y su hijo nos llevará hasta allá. Oye, Steve, qué detalle de verdad. No esperábamos menos de ti, hombre. Pues vamos allá entonces. Salgo de ahí con todo y maletas. Steve me mira abordar su auto y me muestra desde la puerta cuatro de sus dedos mientras grita ¡four stars, four stars! Es un tipazo.
Abordamos el auto de Steve y su hijo toma el volante. Él estudia en Leeds, me comenta que el bajista de los Kaiser Chiefs alguna vez salió a comprarse unos converse con un amigo suyo de la universidad. Dice que no está harto de los Beatles y sus necios visitantes, que incluso no le desagradan. Antes de dejarnos en las puertas del hotel se toma unos minutos y nos lleva a una colina desde donde puede verse todo Liverpool; la catedral, el Mersey… Apenas ese chico se despide, un botones me ofrece ayuda con mi inmensa maleta, un detalle que aprecio cuando estoy harto de cargarla por todo el tube londinense, repleto de escaleras y demás obstáculos. Nos toca el primer piso. Nuestro cuarto es pequeño, pero es una monada. Vamos, no hiede a alfombra podrida y el baño invita a ser utilizado, hasta hay toallas limpias y un televisor para disfrutar las carreras de galgos.
Justo afuera, en las puertas del hotel, las gaviotas pasan por las azoteas y el aire huele a muelle, a pescado y a moho, a humedad y viento frío. Con las maletas abandonadas en un esquina de la habitación, avanzo cruzando calles solitarias, y conforme lo hago se hace más agresiva la presencia de ese aire lacerante que corta como puta navaja. Cuando me paro en seco por cadenas que pretenden detener la caída al río Mersey de algún despistado, entiendo la razón del vendaval helado. Ese Mersey es algo serio. Se trata de un río inmenso, tempestuoso e intimidante. Casi negro, de una oscuridad insondable. No me gustaría bajo ninguna circunstancia verme abrazado por esa marea brava e indomable. La postal es francamente memorable. Atardece y a lo largo del río no existe una sola silueta. Mi chica y yo andaremos a su lado por un buen rato. Después, haremos una parada en una tienda de autoservicio para hacer las compras pertinentes (y hay que hacerlo temprano porque, por alguna extraña razón en Liverpool todas las tiendas cierran ridículamente temprano). Nos hacemos de algunas latas de cerveza irlandesa, espesa y barata– claro, si comparamos los precios con los pocos frascos que llegan a México a precios exorbitantes-. Tenemos todo para cenar en la habitación, así que ponemos un seis a la orilla de la ventana del hotel para que en unos minutos ya esté escurriendo escarcha de sus paredes. Yo como, bebo y veo galgos correr, pero en realidad mi mente está estacionada en las banquetas Mathew Street. Ya me urge ir hacia allá.
A la entrada de la calle que la fauna beatle suele presentar con un rimbombante “aquí fue donde todo comenzó”, existe una tienda llamada Beatle Shop, atascada de basura por la que hay que pagar precios sin madre. Hay vinilos, cintas, posters y todo lo que uno pueda imaginar con la imagen de The Beatles –una vajilla, por ejemplo-. En mis planes no figura comprar cosa alguna, así que no me siento decepcionado, a unos pasos de ahí está lo que busco. The Cavern. La coladera donde John y sus compinches se hicieron de un nombre para de ahí regar su fama a todo el planeta. La Caverna, según las fotos, era un sótano húmedo y maloliente donde centenas de parroquianos sudaban al ritmo del sonido Mersey a inicios de los sesentas, pero esa mítica cueva hace años fue dinamitada. La leyenda cuenta que, ladrillo por ladrillo, fue reconstruida justo enfrente de la acera donde solía estar. En su lugar hay un pub donde uno puede encontrar memorabilia beatle en vitrinas (instrumentos, ropa, autógrafos), pero lo verdaderamente atractivo está en sus paredes, atascadas de propas de aquellos años de Mersey Beat. Pido una cerveza ahí y recorro el lugar leyendo esos carteles de antología mientras un conjunto de medio pelo se discute algunos covers sesentosos. Pero un segundo, el grupo ese no porta peluca, vestuario alusivo ni se aplica a reproducir con menudencias sus interpretaciones a clásicos del rock; se trata de un grupo que cumple, pero que no se obsesiona. Y la gente que llena el lugar, de todas edades, luce feliz con lo que escapa de las bocinas. No sólo se escucha repertorio beatle, hay de todo y con ánimo irrespetuoso.
Dejo mi vaso vacío en una mesa y cruzo la acera. Estoy frente a los ladrillos del Cavern. Hay que bajar un buen número de escalones para encontrarse con una reproducción fiel de eso que uno suele ver en las fotografías. Techo de ladrillo, suelo imperfecto y un escenario rayoneado al fondo, muy pequeño. Eso sí, nada de humedad ni apretujones. Todo está en orden. Hay poca gente y unas mesas invitan a sentarse a la luz de las velas. Sin embargo, en una esquina del lugar se escuchan guitarras, hay una puerta y detrás de ella un conjunto sudando con sus instrumentos encima. Pero olvídense de esos beatles ¿ah? Se trata de un grupo que toca música original, y no se escucha nada mal. La situación está como para quedarse un buen rato; hay chicas, tragos, ruido… quizá los próximos The Coral están sobre la tarima pero, ¿dónde están The Beatles en ésta, la mera Caverna? ¿Qué aquí no se les recuerda, no se les encienden veladoras? Yo no encuentro rastros de su sonido, ni siquiera hay una rockola para hacerlos girar. Esta gruta es en realidad un club donde se presentan grupos que quizá sólo compartan nacionalidad con John, George, Paul y Ringo. Así las cosas, me largo de ahí sin siquiera pedir una pinta. Mathew Street es una calle pequeña y estrecha, pero sobran pubs y el par de lugares que acabo de conocer están lejos de lo que busco.
A unos cuantos metros está el Rubber Soul. Un salón inmenso con una barra descomunal donde, ejem, se escucha música electrónica barata y hasta hay servicio de karaoke. Está repleto de chicas que a todas luces vienen saliendo de una fiesta donde la formalidad era obligatoria. De hecho gran parte del personal trae una facha muy bien cuidada. Digamos que ahí no hay rock & roll, pero la cerveza es buena. Mi chica y yo atendemos el show de las mujeres que escaparon con tacones de la fiesta para emborracharse a gusto descalzas. Una porta una falda muy provocativa y lo que quiere es deshacerse de ella. Finalmente lo hace y no para de bailar. Las mujeres de Liverpool son muy guapas, tengo que decirlo, así que el espectáculo no está como para ignorarse. Ahí está, tambaleándose sin falda y cantando algo de, no sé, quizá Britney Spears. Digamos que el Rubber Soul le hace honor a su nombre con una selección musical apestosa a silicón. A pesar del show, sólo soporto un trago ahí dentro.
Al salir del Alma de Goma nos encontramos con una fachada mucho menos llamativa. El lugar se llama The Grapes y en la pared hay un cuadro enmarcado, muy discreto, que dice: The Grapes is the only tradicional pub on Mathew Street. The Beatles would often have a pint here before playing in the Cavern Club. Buen recibimiento. Pero mejor el abrazo al entrar, porque The Grapes enterró un clavo en las páginas de su calendario para dejarlo atascado en algún día de 1955. La duela del suelo, las lámparas, incluso el tapiz, son los mismos de hace décadas. Tomamos una mesa junto a una vieja chimenea y descubrimos que la madera y el cojín de los asientos de verdad lucen viejos. Pedimos un par de pintas sin darnos cuenta de lo que el lugar es en realidad; extraviados en los detalles que cuelgan de las paredes –fotografías del viejo puerto, de su gente, de las casas- no nos hemos percatado de la clase de personas que entran aquí a sobarse el cogote con una cerveza. Estamos codeándonos con la pandilla más ruda del puerto, sin lugar a dudas. No hay falla. Un tipo golpea una máquina luminosa con el rostro desencajado y los puños hinchados, apenas puede sostenerse y balbucea maldiciones mientras sigue insertando monedas en una ranura y suelta patadas al aire. También hay dos tipos bailando al ritmo de un rock & roll, dos hombres. Mientras lo hacen se codean agresivamente y se dan uno que otro cabezazo intimidatorio. Se recriminan algo entre sí pero no dejan de bailar. Están aún más ebrios que el de la máquina. Con un vistazo descubrimos que el lugar está prácticamente repleto de hombres duros, completamente briagos y en busca de golpes. Muy a la Hamburgo de los cincuentas. Por ahí hay una chica a la que valdría la pena tomarle una foto. Una auténtica prostituta inglesa que bebe a buen ritmo y barre con la mirada a todos los parroquianos acompañada con un gesto de asco atravesado en el rostro. Este lugar está rasposo. Como que en el Grapes se bebe recio y sin temblores de mano. Estamos en el mejor pub de toda la isla para alegar a buen volumen y soltar toda la mierda atorada en el cuerpo con un eructo sonado en el oído de quien se atraviese. Pareciera que este agujero se tambalea a la orilla de una barranca, que está a punto de irse al fondo, a la chingada con todos los de adentro. Pero se sostiene. Durante horas. Al menos las que yo y mi chica permanecemos ahí. Abandonamos el lugar sin saber cuánto tiempo soportará más así, pero en realidad no hacemos más que preguntas torpes cuando ni siquiera nosotros sabemos qué hora es.
Cuando parece que la habitación del hotel será la siguiente parada, justo frente al Grapes el ruido del Flanagan´s nos invita a entrar. Y ni modo de despreciar. Bajamos unas escaleras y nos encontramos con un sótano atestado de gente bailando. En lugar de mesas hay barriles de madera y se presenta un conjunto amenizando, cuatro tipos canosos que escuchan el griterío amorfo de los que beben, pidiendo quién sabe que canción. Nos acodamos en la barra y una chica se acerca. Luce sonriente y drogada. Platicamos un poco con ella. Nos pide que adivinemos su edad, su nacionalidad, y nos cambia las respuestas por pintas. Luego nos presenta a su futuro esposo, quien nos cuenta que se casarán el próximo fin de semana y que desde ya han comenzado la fiesta. Qué buena suerte, hemos llegado en el mejor momento y ahora nosotros somos los invitados de honor, así que vienen más cervezas antes de que siquiera comencemos las que nos acaban de invitar. El grupo ejecuta entonces “Subsititute” y todos bailan porque, hombre, la versión que está haciendo a ese conato punk de The Who carece de desperdicio. Dentro de todos los que menean al ritmo de Townshend sobresale un anciano de gabardina que regala globos y juega con una marioneta. La futura novia y mi tía entrecruzan sus manos y bailan risueñas. Yo me sacudo solo en la barra, mareado pero consciente que la de esta noche es una de las mejores fiestas a las que he asistido. Permanecemos horas ahí, hablando del acento indescifrable de los lugareños, de la cerveza mexicana, bailando “Maggie Mae”… supongo que cuando salimos de ahí está apunto de amanecer. Supongo que mi parada en un teléfono público para hacer una llamada hasta casa debe ser un gran show. Familia ¡contesten por favor! ¿Qué no ven que estoy en Liverpool y quiero hablar con ustedes? ¡Cómo no puede haber nadie por ahí cuando el rumor del Mersey me arrulla y quiero que lo escuchen!
Habrá resaca al despertar. Pero mi acompañante y yo repetiremos la ruta al otro día, y al otro, y al otro también. Mathew Street se volverá nuestra cita obligatoria por las noches. También volveremos a la orilla del Mersey, a gozar de su frío, de todos los alrededores del puerto. Sobaremos a diario el suelo de una ciudad vieja, preñada por el olvido a pesar de que las remodelaciones pretenden modernizarla a punta de martillazos. Visitaremos la catedral. Penny Lane. Strawberry Fields. Bosques alucinantes de tan antiguos; pubs que despachan platos de Kinks y Yardbirds; locales de antigüedades rebosantes de parafernalia pop... Y en el cementerio de la antigua iglesia de St. Peter´s nos cubriremos del viento con sus tumbas en una tarde nublada y lluviosa, acompañados de los rezos del Father McKenzie rondando las cruces. Pasados unos días tomaremos un avión y volveremos a casa. Mi ropa llegará a México oliendo a fauna muerta del muelle. Cuando los demás la huelan me preguntarán ¿y qué tal estuvo tu viaje beatle? – ¿De qué Beatles hablas? –Contestaré- Allá casi nadie los recuerda. Pero a unos meses de distancia del viaje recuerdo, claro que recuerdo. Y hoy que el frío lastima en la ciudad de México, siento hondo, bajo mi suéter apestoso a Mersey, eso que solía cantar John: there are places I´ll remember all my life, tough some have changed.
El encargado del lugar que me dará alojamiento me ha dicho que la mejor opción para llegar a mi morada es tomar un taxi, así que ya fuera de la estación le indico la dirección a un conductor que abraza el volante al lado izquierdo de un vehículo negro que conserva las bondades estéticas de hace cincuenta años. En pocos minutos estaré ahí, en el lugar que busco; una casa amplia a las orillas de la ciudad que presume una fachada muy similar a la que he visto decenas de veces en películas. Abro una puertecilla de madera que luce ligeramente descuidada y toco a la puerta. Un hombre sale con una sonrisa y me invita a pasar. La casa luce excelente ya dentro. Veo la cocina, con el sol sobando una mesa que carga en su centro un frutero con manzanas. Ese detalle me llena de alivio; siento que todo irá bien y que mis amargos recuerdos en un miserable hostal londinense quedarán sepultados por el peso seco de una cama limpia y un baño decente. El suelo de la casona es de duela y la escalera se merece un premio pero, joder, esa chimenea… no tiene recato en guiñarme el ojo. El sitio del fuego no está en desuso -como suele ocurrir- y muestra restos de las últimas flamas, quizá de ayer o de hoy mismo, por la mañana. La miro y me veo ahí, sobándome las manos mientras un tarro de cerveza descansa en el suelo, esperando a pasar por mi garganta tras una cena caliente.
No puedo sentarme cuando el hombre se excusa por un minuto; permanezco de pie observándolo todo, saboreándomelo todo, pero entonces reaparece mi anfitrión, de nombre Steve, y me hace saber que no podré quedarme en su casa. Hay remodelaciones, dice, composturas que hacerle a esa vieja casa. Me comenta que estaba planeado que los desperfectos desaparecieran para mi llegada, pero sobrepasaron las expectativas y un grupo de personas mucho más numerosa que la que llegamos ese día – mi chica y yo- arribará al lugar la próxima semana y lo mejor es apresurar el paso sin clientes estorbando. Bien, entiendo todo eso, suena lógico, pero ¿a mí qué? Yo ya pagué y quiero mi servicio. Mientras tomo aire para iniciar el reclamo Steve me mira con una mueca que delata me tiene algo preparado. Me explica que hay un hotel justo en el corazón de Liverpool, muy bonito. 4 estrellas. Y hay reservada una habitación para nosotros. Él pagara la diferencia y su hijo nos llevará hasta allá. Oye, Steve, qué detalle de verdad. No esperábamos menos de ti, hombre. Pues vamos allá entonces. Salgo de ahí con todo y maletas. Steve me mira abordar su auto y me muestra desde la puerta cuatro de sus dedos mientras grita ¡four stars, four stars! Es un tipazo.
Abordamos el auto de Steve y su hijo toma el volante. Él estudia en Leeds, me comenta que el bajista de los Kaiser Chiefs alguna vez salió a comprarse unos converse con un amigo suyo de la universidad. Dice que no está harto de los Beatles y sus necios visitantes, que incluso no le desagradan. Antes de dejarnos en las puertas del hotel se toma unos minutos y nos lleva a una colina desde donde puede verse todo Liverpool; la catedral, el Mersey… Apenas ese chico se despide, un botones me ofrece ayuda con mi inmensa maleta, un detalle que aprecio cuando estoy harto de cargarla por todo el tube londinense, repleto de escaleras y demás obstáculos. Nos toca el primer piso. Nuestro cuarto es pequeño, pero es una monada. Vamos, no hiede a alfombra podrida y el baño invita a ser utilizado, hasta hay toallas limpias y un televisor para disfrutar las carreras de galgos.
Justo afuera, en las puertas del hotel, las gaviotas pasan por las azoteas y el aire huele a muelle, a pescado y a moho, a humedad y viento frío. Con las maletas abandonadas en un esquina de la habitación, avanzo cruzando calles solitarias, y conforme lo hago se hace más agresiva la presencia de ese aire lacerante que corta como puta navaja. Cuando me paro en seco por cadenas que pretenden detener la caída al río Mersey de algún despistado, entiendo la razón del vendaval helado. Ese Mersey es algo serio. Se trata de un río inmenso, tempestuoso e intimidante. Casi negro, de una oscuridad insondable. No me gustaría bajo ninguna circunstancia verme abrazado por esa marea brava e indomable. La postal es francamente memorable. Atardece y a lo largo del río no existe una sola silueta. Mi chica y yo andaremos a su lado por un buen rato. Después, haremos una parada en una tienda de autoservicio para hacer las compras pertinentes (y hay que hacerlo temprano porque, por alguna extraña razón en Liverpool todas las tiendas cierran ridículamente temprano). Nos hacemos de algunas latas de cerveza irlandesa, espesa y barata– claro, si comparamos los precios con los pocos frascos que llegan a México a precios exorbitantes-. Tenemos todo para cenar en la habitación, así que ponemos un seis a la orilla de la ventana del hotel para que en unos minutos ya esté escurriendo escarcha de sus paredes. Yo como, bebo y veo galgos correr, pero en realidad mi mente está estacionada en las banquetas Mathew Street. Ya me urge ir hacia allá.
A la entrada de la calle que la fauna beatle suele presentar con un rimbombante “aquí fue donde todo comenzó”, existe una tienda llamada Beatle Shop, atascada de basura por la que hay que pagar precios sin madre. Hay vinilos, cintas, posters y todo lo que uno pueda imaginar con la imagen de The Beatles –una vajilla, por ejemplo-. En mis planes no figura comprar cosa alguna, así que no me siento decepcionado, a unos pasos de ahí está lo que busco. The Cavern. La coladera donde John y sus compinches se hicieron de un nombre para de ahí regar su fama a todo el planeta. La Caverna, según las fotos, era un sótano húmedo y maloliente donde centenas de parroquianos sudaban al ritmo del sonido Mersey a inicios de los sesentas, pero esa mítica cueva hace años fue dinamitada. La leyenda cuenta que, ladrillo por ladrillo, fue reconstruida justo enfrente de la acera donde solía estar. En su lugar hay un pub donde uno puede encontrar memorabilia beatle en vitrinas (instrumentos, ropa, autógrafos), pero lo verdaderamente atractivo está en sus paredes, atascadas de propas de aquellos años de Mersey Beat. Pido una cerveza ahí y recorro el lugar leyendo esos carteles de antología mientras un conjunto de medio pelo se discute algunos covers sesentosos. Pero un segundo, el grupo ese no porta peluca, vestuario alusivo ni se aplica a reproducir con menudencias sus interpretaciones a clásicos del rock; se trata de un grupo que cumple, pero que no se obsesiona. Y la gente que llena el lugar, de todas edades, luce feliz con lo que escapa de las bocinas. No sólo se escucha repertorio beatle, hay de todo y con ánimo irrespetuoso.
Dejo mi vaso vacío en una mesa y cruzo la acera. Estoy frente a los ladrillos del Cavern. Hay que bajar un buen número de escalones para encontrarse con una reproducción fiel de eso que uno suele ver en las fotografías. Techo de ladrillo, suelo imperfecto y un escenario rayoneado al fondo, muy pequeño. Eso sí, nada de humedad ni apretujones. Todo está en orden. Hay poca gente y unas mesas invitan a sentarse a la luz de las velas. Sin embargo, en una esquina del lugar se escuchan guitarras, hay una puerta y detrás de ella un conjunto sudando con sus instrumentos encima. Pero olvídense de esos beatles ¿ah? Se trata de un grupo que toca música original, y no se escucha nada mal. La situación está como para quedarse un buen rato; hay chicas, tragos, ruido… quizá los próximos The Coral están sobre la tarima pero, ¿dónde están The Beatles en ésta, la mera Caverna? ¿Qué aquí no se les recuerda, no se les encienden veladoras? Yo no encuentro rastros de su sonido, ni siquiera hay una rockola para hacerlos girar. Esta gruta es en realidad un club donde se presentan grupos que quizá sólo compartan nacionalidad con John, George, Paul y Ringo. Así las cosas, me largo de ahí sin siquiera pedir una pinta. Mathew Street es una calle pequeña y estrecha, pero sobran pubs y el par de lugares que acabo de conocer están lejos de lo que busco.
A unos cuantos metros está el Rubber Soul. Un salón inmenso con una barra descomunal donde, ejem, se escucha música electrónica barata y hasta hay servicio de karaoke. Está repleto de chicas que a todas luces vienen saliendo de una fiesta donde la formalidad era obligatoria. De hecho gran parte del personal trae una facha muy bien cuidada. Digamos que ahí no hay rock & roll, pero la cerveza es buena. Mi chica y yo atendemos el show de las mujeres que escaparon con tacones de la fiesta para emborracharse a gusto descalzas. Una porta una falda muy provocativa y lo que quiere es deshacerse de ella. Finalmente lo hace y no para de bailar. Las mujeres de Liverpool son muy guapas, tengo que decirlo, así que el espectáculo no está como para ignorarse. Ahí está, tambaleándose sin falda y cantando algo de, no sé, quizá Britney Spears. Digamos que el Rubber Soul le hace honor a su nombre con una selección musical apestosa a silicón. A pesar del show, sólo soporto un trago ahí dentro.
Al salir del Alma de Goma nos encontramos con una fachada mucho menos llamativa. El lugar se llama The Grapes y en la pared hay un cuadro enmarcado, muy discreto, que dice: The Grapes is the only tradicional pub on Mathew Street. The Beatles would often have a pint here before playing in the Cavern Club. Buen recibimiento. Pero mejor el abrazo al entrar, porque The Grapes enterró un clavo en las páginas de su calendario para dejarlo atascado en algún día de 1955. La duela del suelo, las lámparas, incluso el tapiz, son los mismos de hace décadas. Tomamos una mesa junto a una vieja chimenea y descubrimos que la madera y el cojín de los asientos de verdad lucen viejos. Pedimos un par de pintas sin darnos cuenta de lo que el lugar es en realidad; extraviados en los detalles que cuelgan de las paredes –fotografías del viejo puerto, de su gente, de las casas- no nos hemos percatado de la clase de personas que entran aquí a sobarse el cogote con una cerveza. Estamos codeándonos con la pandilla más ruda del puerto, sin lugar a dudas. No hay falla. Un tipo golpea una máquina luminosa con el rostro desencajado y los puños hinchados, apenas puede sostenerse y balbucea maldiciones mientras sigue insertando monedas en una ranura y suelta patadas al aire. También hay dos tipos bailando al ritmo de un rock & roll, dos hombres. Mientras lo hacen se codean agresivamente y se dan uno que otro cabezazo intimidatorio. Se recriminan algo entre sí pero no dejan de bailar. Están aún más ebrios que el de la máquina. Con un vistazo descubrimos que el lugar está prácticamente repleto de hombres duros, completamente briagos y en busca de golpes. Muy a la Hamburgo de los cincuentas. Por ahí hay una chica a la que valdría la pena tomarle una foto. Una auténtica prostituta inglesa que bebe a buen ritmo y barre con la mirada a todos los parroquianos acompañada con un gesto de asco atravesado en el rostro. Este lugar está rasposo. Como que en el Grapes se bebe recio y sin temblores de mano. Estamos en el mejor pub de toda la isla para alegar a buen volumen y soltar toda la mierda atorada en el cuerpo con un eructo sonado en el oído de quien se atraviese. Pareciera que este agujero se tambalea a la orilla de una barranca, que está a punto de irse al fondo, a la chingada con todos los de adentro. Pero se sostiene. Durante horas. Al menos las que yo y mi chica permanecemos ahí. Abandonamos el lugar sin saber cuánto tiempo soportará más así, pero en realidad no hacemos más que preguntas torpes cuando ni siquiera nosotros sabemos qué hora es.
Cuando parece que la habitación del hotel será la siguiente parada, justo frente al Grapes el ruido del Flanagan´s nos invita a entrar. Y ni modo de despreciar. Bajamos unas escaleras y nos encontramos con un sótano atestado de gente bailando. En lugar de mesas hay barriles de madera y se presenta un conjunto amenizando, cuatro tipos canosos que escuchan el griterío amorfo de los que beben, pidiendo quién sabe que canción. Nos acodamos en la barra y una chica se acerca. Luce sonriente y drogada. Platicamos un poco con ella. Nos pide que adivinemos su edad, su nacionalidad, y nos cambia las respuestas por pintas. Luego nos presenta a su futuro esposo, quien nos cuenta que se casarán el próximo fin de semana y que desde ya han comenzado la fiesta. Qué buena suerte, hemos llegado en el mejor momento y ahora nosotros somos los invitados de honor, así que vienen más cervezas antes de que siquiera comencemos las que nos acaban de invitar. El grupo ejecuta entonces “Subsititute” y todos bailan porque, hombre, la versión que está haciendo a ese conato punk de The Who carece de desperdicio. Dentro de todos los que menean al ritmo de Townshend sobresale un anciano de gabardina que regala globos y juega con una marioneta. La futura novia y mi tía entrecruzan sus manos y bailan risueñas. Yo me sacudo solo en la barra, mareado pero consciente que la de esta noche es una de las mejores fiestas a las que he asistido. Permanecemos horas ahí, hablando del acento indescifrable de los lugareños, de la cerveza mexicana, bailando “Maggie Mae”… supongo que cuando salimos de ahí está apunto de amanecer. Supongo que mi parada en un teléfono público para hacer una llamada hasta casa debe ser un gran show. Familia ¡contesten por favor! ¿Qué no ven que estoy en Liverpool y quiero hablar con ustedes? ¡Cómo no puede haber nadie por ahí cuando el rumor del Mersey me arrulla y quiero que lo escuchen!
Habrá resaca al despertar. Pero mi acompañante y yo repetiremos la ruta al otro día, y al otro, y al otro también. Mathew Street se volverá nuestra cita obligatoria por las noches. También volveremos a la orilla del Mersey, a gozar de su frío, de todos los alrededores del puerto. Sobaremos a diario el suelo de una ciudad vieja, preñada por el olvido a pesar de que las remodelaciones pretenden modernizarla a punta de martillazos. Visitaremos la catedral. Penny Lane. Strawberry Fields. Bosques alucinantes de tan antiguos; pubs que despachan platos de Kinks y Yardbirds; locales de antigüedades rebosantes de parafernalia pop... Y en el cementerio de la antigua iglesia de St. Peter´s nos cubriremos del viento con sus tumbas en una tarde nublada y lluviosa, acompañados de los rezos del Father McKenzie rondando las cruces. Pasados unos días tomaremos un avión y volveremos a casa. Mi ropa llegará a México oliendo a fauna muerta del muelle. Cuando los demás la huelan me preguntarán ¿y qué tal estuvo tu viaje beatle? – ¿De qué Beatles hablas? –Contestaré- Allá casi nadie los recuerda. Pero a unos meses de distancia del viaje recuerdo, claro que recuerdo. Y hoy que el frío lastima en la ciudad de México, siento hondo, bajo mi suéter apestoso a Mersey, eso que solía cantar John: there are places I´ll remember all my life, tough some have changed.
surferofiero@yahoo.com.mx
1 Comments:
ahora sí que dobladí-dobladá, ya leí y ahí te va...
qué buen rol, maestro!
esos roles son memorables, como canción de los bicles...
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