Gato negro
Llegué al Gato Negro por casualidad. Andaba distraído por una calle cuando al voltear hacia mi derecha me encontré con sus viejas puertas. Creo que lo que me atrajo fue cómo el nombre del lugar estaba cincelado en ellas. De inmediato entré y pedí una cerveza. El tipo que destapaba los frascos tenía el rostro hinchado, definitivamente llevaba varios años dedicado a la noble tarea de beber recio y la piel de su rostro estaba pagando la cuota. Le di un billete a cambio de una botella y subí unas incómodas escaleras que estaban justo al lado de la barra. Arriba había un sillón apestoso y unas cuantas mesas destartaladas con sus respectivas sillas de madera. Dos balcones con las puertas abiertas dejaban entrar un soplido que aligeraba el calor que dentro lastimaba; eran casi las nueve de la noche, pero el sol se negaba a esconderse.
El baño se localizaba justo a mis espaldas. Honestamente, jamás imaginé que uno pudiera bajarse “ahí” la bragueta, pero lo que me hizo descubrir que ese era el lugar destinado para ello fue el hedor, bien rancio, y una puerta y una pila de tabiques que se esforzaban por otorgarle un aire de intimidad a la labor. Claro que no había agua, mucho menos papel. Pero ¿quién necesita de esas menudencias? El local estaba vacío, así que sin cuidarme de nadie hice lo propio y de reojo eché una mirada a esa segunda planta. Las paredes lucían tapizadas de imágenes de Elvis Presley, James Dean y Jim Morrison, todas viejas y decoloradas. No había una sola esquina vacía, el más mínimo espacio estaba aprovechado, incluso las paredes de la diminuta escalera tenían colgadas imágenes. Por ahí bajé para cambiar mi vidrio por uno nuevo y me quedé a una orilla de la barra, sentado en un banco al que habían amarrado un cojín que de verdad ofrecía comodidad. Sobre mí, colgada de un palo, había una generosa cantidad de porquería; desde una espantosa piñata de Bob Esponja y un toro de juguete hasta un chupón gigante. Al fondo, una humilde colección de botellas, sucias y desordenadas, dejaba claro que lo que ahí se consumía era cerveza, beber algo de más de seis grados ya era fanfarronear. Inspeccionaba yo todo el escenario mientras frente a mí, el tipo de abotagado rostro miraba el televisor. Justo comenzaba una película, Almohada para tres. La trama me gustó: Jacqueline Andere amanece en su cama junto a un “extraño”, entonces llega el que se supone es su pareja formal, quien en lugar de molestarse por encontrar a su chica con otro sugiere sentarse todos juntos para psicoanalizarse y así resolver el conflicto. Estaba acomodándome para echarme la película cuando entraron dos tipos con el alegato a todo volumen.
“Queremos dos chelas”; el reclamo áspero y escandaloso. “No hay frías”; la repuesta hosca. Nada menos que el inicio de un debate acalorado entre tres. Claro que el cantinero tenía un refrigerador lleno de jarabe, sin embargo se negó a destaparles dos con un argumento que no aceptaba debate: “están tibias, ¿cómo voy a darles cerveza tibia? Les va a hacer daño. La cerveza se bebe fría y se acabó”. Vaya consideración la suya. Y yo en medio del alegato, con mi botella casi llena, escurriendo hielo sobre la barra; imposible no mirarla. ¿¡Entonces por qué la de él sí está fría!? -Escupió uno de los sedientos, señalando mi envase. El cantinero hizo un ruido con la boca, un tronido que denunciaba hartazgo ante los modos de los rijosos, quienes para entonces ya exigían que se las dieran así, tibias. El hombre que custodiaba el refri se dirigió molesto hacia su tesoro. Sacó un par de cervezas de entre los hielos, miró a los otros dos y advirtió al aire, como si estuviera a punto de ofrecerles veneno para ratas, que estaban tibias y que su sabor era pésimo. Cuando el par que estaba a punto de envenenarse notó que esas corcholatas estaban cerca de salir volando se miró entre sí sonriente. Parecía que sólo un destapador los separaba del jolgorio. Todo volvería a la normalidad y las sonrisas imperarían en el agujero ese, pero entonces el cantinero se puso serio de verdad. Se dio cuenta de que lo habían orillado, de que lo habían vencido. Cambió su viejo tono de hartazgo por uno de verdad agresivo al tiempo que echaba las cervezas de nuevo al refrigerador: “la verdad no se las quiero servir. Sí hay frías, muchas, pero no les voy a dar”. Así de hostil. Así de gandalla. Mientras, Jacqueline Andere comenzó a vestirse. Ya podía vérsele acomodando su brasiere. Casi podía escucharse cómo hacía clic el broche. Yo seguía en mi banco. Di un sorbo más y puse los pies en el suelo, alistándome para levantarme apenas el primer puñetazo sonara. “Hubieras dicho la verdad desde el comienzo, si no nos quieres servir nos vamos y ya. Pero esas son chingaderas”: así se despidió aquel par, y con los puños bien limpios. El cantinero limpió la barra y me dijo que había que tratarlos así porque de lo contrario luego abusaban. Pero la barra estaba limpia, con los movimientos de la jerga intentaba hacerme creer que lo que había ocurrido era un acto rutinario, de lo más común para él, cuando la realidad era que estaba orgulloso de haber contado con un testigo de su determinación. Yo lo miraba hablar pensando qué lo impulsaba a sobar con su jerga cada veinte segundos. Pero más allá de eso, me intrigaba saber qué lo orillaba a mantener su cabellera de esa manera. El hombre estaba calvo, pero se esforzaba por ocultarlo con una mata larga y blanca que lejos de ayudarle lo hacía lucir casi ridículo. Vaya greñero el suyo. Entonces, con The Doors sonando en la rockola que había permanecido callada desde mi arribo, me quedó claro que él era un prófugo de los sesenta, que sin duda fue un jipiteca chancludo en su juventud y que él mismo había decorado las paredes de su madriguera. Celebré el descubrimiento pidiendo una más.
Andere ya tenía puestos los zapatos cuando otro sujeto entró al lugar. Este lucía harapiento y con dificultad articulaba las palabras. Traía un vaso y sin preámbulos pidió que se le llenara. Para mi sorpresa, el abotagado tomó el recipiente de plástico con toda naturalidad y se inclinó para echarle unos cuantos hielos, sobre ellos cayó luego un chorro de agua. La operación fue tan descarada que resultaba desconcertante ver al dueño del vaso sonriente, creyendo que en lugar de agua purificada del garrafón su envase contenía whiskey. Una vez que recibió su “trago” fue muy cortés al despedirse. Sinceramente sentí lástima de que le tomaran el pelo de esa manera porque, una vez en la banqueta, descubriría el timo y seguramente lejos de volver para reclamar se derrumbaría a solas en la oscuridad del parque de la esquina, apenas con su agua fría como consuelo. Sin embargo su ausencia duró un suspiro. Contra lo que pensaba, el hombre volvió de inmediato y verdaderamente exasperado, reclamando por qué le habían servido hielos en lugar de alcohol. Sacudía el vaso en el aire mientras le gritaba al viejo jipiteca: “¡tú no sabes quién soy!”. Que le sirvieran agua significaba una ofensa muy grave para él, y se le notaba en la mirada; literalmente salían flamas de sus pupilas. “¡Tú no sabes quién soy yo!”, alegaba con insistencia, tanta que finalmente el canoso le dedicó una mirada. Desde que le había servido los hielos permanecía sentado, observando el televisor, pero de golpe hizo a un lado a la Andere y sus curvas para atenderlo. “Bueno, a ver, vamos a ver, ¿quién eres tú?”, preguntó. Luego guardó silencio pacientemente, incluso llegó al extremo de apagar la tele para mirar retadoramente al hombre; “no, no sé quién eres, dímelo”. El borracho agachó entonces la mirada, la estacionó en su vaso con agua y habló quedo, casi con tristeza, seguro de que su respuesta no cambiaría su situación. “¿Qué quién soy? Yo soy tu amigo”, le dijo. Me levanté de mi asiento y pagué. Al salir tuve la suerte de encontrarme con una foto del cantinero, justo al lado de una de Mick Jagger. Qué joven era entonces. Lucía una cabellera negra y frondosa descansando sobre sus hombros.
surferofiero@yahoo.com.mx
4 Comments:
el gato negro es la hostia! tan mugrosa la cantinucha, que pica la nariz. es mi preferida de sanmi.
tu historia es mejor que la mía y por mucho...es mas, yo no tengo historia...
Todos los que pisan la cola del gato negro tienen una historia por contar.
triste como un blues.
Me recordaste un lugar por San Cosme al que suelo llegar en algunas madrugadas.
Entrar es como saltar al interior de un cuadro pintoresco y suigeneris lleno de historias y personajes singulares.
Saludos.
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