Thursday, February 01, 2007

Ciertas lágrimas

Suelo recurrir a las lágrimas cuando las emociones me rebasan, aunque no soy de los que pasan varios minutos derramando agua de los ojos. Es difícil que llore mientras alguien me cuenta un suceso trágico de su vida o cuando intentan lastimarme con palabras, pero con la música… líneas que llegan hasta mi cuello nacen con regular frecuencia de bajo mis párpados. Hay canciones que apenas escucho y, como si estimularan una reacción química en mis pupilas, me sueltan a llorar sin remedio, no importa que sea en el metro, en medio de un día de campo o en mi cuarto por la madrugada. Existen canciones que me conmueven por su sola estructura armónica, su línea melódica o por la perfecta conjunción de sus palabras. A veces sólo basta un detalle, un acento, un acorde, el drama de alguna nota retrasada, para tumbarme. Y ni siquiera es necesario que la tonada me recuerde algo; el sonido en estado puro consigue eso en mí. Seré honesto: últimamente he llorado escuchando a The Beach Boys, a Graham Coxon, a Michael Nyman, a The Animals… pero esta vez no platicaré sobre mis lloriqueos frente a las bocinas. No.

Las películas. También he llorado gracias a una película, pero a destiempo. Quizá existan averías entre mis pestañas, no lo sé, pero cuando estoy en una sala de cine y las lágrimas me sorprenden, el resto de los espectadores ríen. Mientras yo me levanto del asiento tallándome los ojos, el resto aplaca sus bostezos. Así que, a mi manera, soy cliente frecuente de los pañuelos en las salas de cine. Y ya lo dije: muchos ejemplares de mi colección de discos viene acompañada de papel sanitario. Pero ¿qué hay del televisor? ¿Lágrimas frente al televisor?

Ya había escrito algo sobre Six Feet Under por aquí, una serie de televisión dirigida por Allan Ball que pone en la pantalla la vida de una familia angelina que se dedica al negocio funerario. Pues me hice de alguna manera de las cinco temporadas. Se trata de una serie televisiva propositiva, aunque con un par, o quizá más, de gravísimas inconsistencias en la trama. La disfruté en diminutas dosis durante el año pasado, capítulo tras capítulo, hasta que del empaque saqué el último disco de la última temporada. El final en serio. ¿Qué les cuento? Durante los minutos finales me puse a llorar, irremediablemente. Y lo peor; cada segundo que pasaba, conforme iba descubriendo el desenlace de los personajes que a esas alturas quedaban en pie, mi gesto se arrugaba más. Me sorprendió sentir ganas de, ya de plano, llorar a moco tendido ahí, frente a la TV. Ahora que lo recuerdo me doy cuenta que mi sorpresiva emoción mojada vino al descubrir que el punto final de la serie era irreparable. Quiero decir, Ball reservó a los protagonistas una última aparición descarnadamente humana. Sí, humana. Me vi brutalmente reflejado ahí. Nada de presenciar algo que en el fondo sabes muy probablemente jamás te suceda, o que al menos no forma parte de tus planes. Y eso es lo que me ha pasado en el cine. Recuerdo la escena de cierta película donde el protagonista se sentaba a devorar una manzana en una cocina solitaria. Yo encontré tan desoladora esa imagen, que cada mordida me hacía hundirme más y más. Claro que había una trama detrás de eso, no lloro nada más porque una hoja cae de un árbol (¿o sí?). Bueno, el punto es que mientras yo lloraba a discreción hubo risillas a mi alrededor, supongo que tras escuchar el chomp chomp del que masticaba.

Cuando he llorado en el cine ha sido tras compartir una emoción con alguien que aparece en la pantalla; un ser humano. Y cuando me he visto reflejado ahí, no puedo más que latir al ritmo de la desgracia que comparto. Y luego el resto ríe. Como que mi vida está de risa. El día que vi el final de Six Feet Under no había quien riera. No estaba solo, pero hubo silencio absoluto hasta que el reproductor de dvd´s expulsó automáticamente el plástico. Lloré durante cuatro minutos y treinta segundos. El tiempo que duró una canción, “Breathe me”, de Sia. El tiempo que la secuencia de despedida se tomó en transcurrir. No he vuelto a escuchar esa canción desde entonces –es, según recuerdo, una baladilla rancia sin gracia- y no sé si cuando eso ocurra me ponga a llorar, a recordar. Lágrimas. Ya les diré luego (si regreso a ese disco, porque claro que lo tengo): “últimamente he llorado escuchando a The Beach Boys, a Graham Coxon, a Michael Nyman, a The Animals… y a Sia.

3 Comments:

Anonymous Anonymous said...

Hey!!
Admirable confesión de un ser humano entrañable y tan sensible que permite agradeciblemente que afloren los sentimientos por sus ojos, boca y canciones. Vientos por compartir por que con eso de Boys don't cry estamos jodidos, sobre todo jodidas.

9:25 AM  
Anonymous Anonymous said...

Cómo no llorar cuando te encuentras con un final así...no feliz...yo lloré mucho también, por muchas razones, entre ellas que de momento no tenemos un pretexto tan bueno para ponernos frente al televisor esperando un capítulo más...hay que inventarnos algo pronto
miros

5:20 PM  
Blogger elgüesos said...

Mmm. "Boys don´t cry". Afortunadamente yo ya no soy un chico y no entro en la categoría- y pensándolo bien creo que jamás entré ahí-. Claudia, gracias por pasearte por acá, pero ¿a poco así de plano "jodida"? Según sé, a las mujeres les gustan machos y que sepan de macánica ¿no?. Y Miros, propongo sentarnos a ver "El chavo del ocho" para sustituir SFU. Si falla, el revival de "Qinceañera" por el canal nueve, con Thalía, es una buena opción.

1:06 PM  

Post a Comment

<< Home