La nausea
Esta es una historia sobre degradación humana. Contiene suficientes elementos que mantendrán vivo el morbo de los cuatro lectores que se pasean por aquí. Ahí está el aviso. Ustedes sabrán si continúan.
Ayer salí de casa cerca del mediodía. Me baje en el metro Hidalgo y caminé un par de cuadras por Reforma. Me urgía conseguir un par de discos y quedé de verme con un colega que me los pasaría, afuera del periódico El Universal. Una vez hecha la transacción decidí asomarme al palacio Chino, quería revisar la cartelera porque supe que ya habían quitado Millions, la reciente obra de Boyle, así que fui hacia allá y descubrí que no estaba a la vista, sin embargo se anunciaba, milagrosamente, Nuestra Música, de Goddard. Con la idea de volver pronto para ver ese film de nuevo (ese trabajo merece, al menos, tres revisadas) me dirigí hacia la Alameda. Ahí empecé a sentirme ligeramente mareado. Caminé un poco más y en un semáforo, justo frente a la torre Latinoamericana, sentí no sólo eso, sino una nauseabunda sensación rondando mi tórax. Afortunadamente, cruzando esa avenida había un 7 Eleven, así que entré y compré un refresco con la idea de que una lata de gas me quitaría la sensación de malestar. Anduve unas cuadras más así, mientras bebía el contenido de ese envase y observaba montañas de piratería tendidas sobre bloques de concreto.
En una parada frente a un puesto de películas, las náuseas llegaron a su clímax y llegó un muy fuerte impulso por vomitar. Ese impulso era gravísimo. Insoportable. Impostergable. Di tres pasos y sin poder contenerlo vomité, prácticamente frente a un puesto de comida -de pescado, específicamente-. Ignoro si alguien me observaba, yo me sentía suficientemente mal como para comprobarlo. Dejé sobre la banqueta un buen charco y me moví rápido, como haciendo que yo no era el responsable de ese atascadero. Caminaba hacia la esquina cuando el impulso regresó y tuve que volver al lugar de la fechoría, seis pasos atrás. Ahí mismo dejé salir otra descarga de caliente contenido. En la desesperación por regresar a tiempo al lugar de los hechos, una parte de ese tibio caldo interior cayó en mi zapato y el pantalón. Ya saben, un batidillo.
Anduve así, embarrado de vomito y con la boca en muy mal estado hasta casi llegar a metro Salto del Agua, unas cinco cuadras más adelante. Intuí que había sido todo por ese día hasta que pasé por un mercado cercano y el ataque nauseabundo regresó. Esta vez pude contenerlo, hice un esfuerzo por pensar en otra cosa y me metí al mercado para buscar un baño. Es más, hasta pregunté a una señora dónde estaban los pinches sanitarios. Para llegar a ellos tenía que atravesar un buen número de locales, incluida la zona de carnicería y pollerías. Ya imaginarán cómo fue ese trayecto. Verdaderamente penoso. El sendero que me llevaba a mi destino olía a manteca y tripas de pollo, todo un reto que conseguí superar. Pagué en la entrada de los baños mientras me tapaba la boca; sí, la peste que emanaban esos baños no tenía calificativo.
Adentro: todo ocupado.
Así que tuve que esperar a que un cubículo se desocupara mientras unas seis personas hacían lo mismo, claro, observando con detalle mis gestos y el pésimo estado en el que me encontraba. Por un segundo consideré desahogarme en un tambo que estaba justo en el centro de los baños, uno muy grande que supongo contenía agua para echársela a los sanitarios. Afortunadamente un cubículo quedó disponible en unos cuantos segundos, así que entré y me recargué en la puerta, porque no tenía seguro, y con mi propio cuerpo atranqué la entrada de ese diminuto espacio “privado”. Cada compartimiento para defecar poseía paredes muy bajas. Como casi todo lo que existe en la ciudad; era un baño para enanitos. Así que por más que yo me agachara, mi operación sería testificada por todos los que esperaba afuera su turno. Ni modo. Vomité otra vez. Expulsé menos cantidad de alimento y en esta ocasión me dolió el estómago por el esfuerzo. Al salir sentí pena por el que utilizaría ese baño después de mí; lo dejé en un estado francamente deplorable.
Compré un boleto para el metro y me fui hasta el fondo del andén. El pasillo estaba atascado de gente, parecía que el tren llevaba un buen rato sin pasar. Una vez hasta atrás me dejé caer en el suelo; esperaría hasta que pasara uno con asientos disponibles, preferentemente medio vacío, ya que para esas alturas las posibilidades de que me vomitara dentro del tren eran altas. Digamos que se trataba de dar show, pero al menor número de espectadores posibles. Me hice bolita en el suelo y, chale (no hay mejor palabra para retratar la acción), me quedé dormido. Inaudito pero cierto. La noche anterior me había dormido cerca de las cinco de la mañana, así que estaba bien desvelado. Imagino mi cara, con pegajosos hilos de baba colgando de mi barbilla, los ojos rojos y las ojeras bien marcadas, sudadísimo (a esa hora de la tarde el sol caía a plomo y yo iba vestido de negro) y tirado ahí en el andén, con las botas vomitadas y el pantalón apestoso, salpicado de mi desayuno. Decidí tumbarme en el andén porque no podía volver a casa; si lo hacía corría el riesgo de sufrir un “accidente” en el trayecto, y eso involucraría a otras personas.
La llegada de un tren me despertó. No sé cuánto tiempo me quedé dormido pero a mí me supo a gloria. El ruido del convoy me levantó del suelo como si nada. Olvidé lo que me había pasado antes de la siesta subterránea y hasta me sacudí las nalgas, muy jovial, como si mi facha valiera la pena ser cuidada. Una vez en posición vertical un mareo violento atacó mi cabeza. Puta madre. Rápido caminé hacia la salida, pero el trayecto era bien largo. El vomito subía otra vez, ya estaba en mi boca. Tuve que contenerlo con mis manos. El camino me pareció largísimo, insondable. Cruzando el torniquete mis cachetes iban bien hinchados, atascados de vomito. Di el espectáculo de la tarde a todos los que se cruzaron por mi apestoso andar. Dejé un rastro de vomito en mi camino. Solté lo que quedaba de mi desayuno apenas crucé el torniquete. La gente me barría, hacía muecas. A mí ya me valía madre, yo quería vomitar, así que lo hice, ruidosamente, aparatosamente, sin miedos ni vergüenzas. Lo aventé todorcio.
Volví al metro. Seguía sintiéndome mal. Abordé el tren. El trayecto fue limpio y sin detalles que lamentar. Llegué finalmente a casa. Ya en mi cama, con los dientes lavados y la ropa limpia, recordé lo que había desayunado y me lo imaginé solitario allá, en las banquetas del Eje Central y afuera del metro Salto del Agua. A esas alturas de la tarde seguro ya estaba seco por el sol, o tal vez un perro ya había pasado por ahí para darle una segunda oportunidad. Ayer desayuné huevos con ejotes.
surferofiero@yahoo.com.mx
Ayer salí de casa cerca del mediodía. Me baje en el metro Hidalgo y caminé un par de cuadras por Reforma. Me urgía conseguir un par de discos y quedé de verme con un colega que me los pasaría, afuera del periódico El Universal. Una vez hecha la transacción decidí asomarme al palacio Chino, quería revisar la cartelera porque supe que ya habían quitado Millions, la reciente obra de Boyle, así que fui hacia allá y descubrí que no estaba a la vista, sin embargo se anunciaba, milagrosamente, Nuestra Música, de Goddard. Con la idea de volver pronto para ver ese film de nuevo (ese trabajo merece, al menos, tres revisadas) me dirigí hacia la Alameda. Ahí empecé a sentirme ligeramente mareado. Caminé un poco más y en un semáforo, justo frente a la torre Latinoamericana, sentí no sólo eso, sino una nauseabunda sensación rondando mi tórax. Afortunadamente, cruzando esa avenida había un 7 Eleven, así que entré y compré un refresco con la idea de que una lata de gas me quitaría la sensación de malestar. Anduve unas cuadras más así, mientras bebía el contenido de ese envase y observaba montañas de piratería tendidas sobre bloques de concreto.
En una parada frente a un puesto de películas, las náuseas llegaron a su clímax y llegó un muy fuerte impulso por vomitar. Ese impulso era gravísimo. Insoportable. Impostergable. Di tres pasos y sin poder contenerlo vomité, prácticamente frente a un puesto de comida -de pescado, específicamente-. Ignoro si alguien me observaba, yo me sentía suficientemente mal como para comprobarlo. Dejé sobre la banqueta un buen charco y me moví rápido, como haciendo que yo no era el responsable de ese atascadero. Caminaba hacia la esquina cuando el impulso regresó y tuve que volver al lugar de la fechoría, seis pasos atrás. Ahí mismo dejé salir otra descarga de caliente contenido. En la desesperación por regresar a tiempo al lugar de los hechos, una parte de ese tibio caldo interior cayó en mi zapato y el pantalón. Ya saben, un batidillo.
Anduve así, embarrado de vomito y con la boca en muy mal estado hasta casi llegar a metro Salto del Agua, unas cinco cuadras más adelante. Intuí que había sido todo por ese día hasta que pasé por un mercado cercano y el ataque nauseabundo regresó. Esta vez pude contenerlo, hice un esfuerzo por pensar en otra cosa y me metí al mercado para buscar un baño. Es más, hasta pregunté a una señora dónde estaban los pinches sanitarios. Para llegar a ellos tenía que atravesar un buen número de locales, incluida la zona de carnicería y pollerías. Ya imaginarán cómo fue ese trayecto. Verdaderamente penoso. El sendero que me llevaba a mi destino olía a manteca y tripas de pollo, todo un reto que conseguí superar. Pagué en la entrada de los baños mientras me tapaba la boca; sí, la peste que emanaban esos baños no tenía calificativo.
Adentro: todo ocupado.
Así que tuve que esperar a que un cubículo se desocupara mientras unas seis personas hacían lo mismo, claro, observando con detalle mis gestos y el pésimo estado en el que me encontraba. Por un segundo consideré desahogarme en un tambo que estaba justo en el centro de los baños, uno muy grande que supongo contenía agua para echársela a los sanitarios. Afortunadamente un cubículo quedó disponible en unos cuantos segundos, así que entré y me recargué en la puerta, porque no tenía seguro, y con mi propio cuerpo atranqué la entrada de ese diminuto espacio “privado”. Cada compartimiento para defecar poseía paredes muy bajas. Como casi todo lo que existe en la ciudad; era un baño para enanitos. Así que por más que yo me agachara, mi operación sería testificada por todos los que esperaba afuera su turno. Ni modo. Vomité otra vez. Expulsé menos cantidad de alimento y en esta ocasión me dolió el estómago por el esfuerzo. Al salir sentí pena por el que utilizaría ese baño después de mí; lo dejé en un estado francamente deplorable.
Compré un boleto para el metro y me fui hasta el fondo del andén. El pasillo estaba atascado de gente, parecía que el tren llevaba un buen rato sin pasar. Una vez hasta atrás me dejé caer en el suelo; esperaría hasta que pasara uno con asientos disponibles, preferentemente medio vacío, ya que para esas alturas las posibilidades de que me vomitara dentro del tren eran altas. Digamos que se trataba de dar show, pero al menor número de espectadores posibles. Me hice bolita en el suelo y, chale (no hay mejor palabra para retratar la acción), me quedé dormido. Inaudito pero cierto. La noche anterior me había dormido cerca de las cinco de la mañana, así que estaba bien desvelado. Imagino mi cara, con pegajosos hilos de baba colgando de mi barbilla, los ojos rojos y las ojeras bien marcadas, sudadísimo (a esa hora de la tarde el sol caía a plomo y yo iba vestido de negro) y tirado ahí en el andén, con las botas vomitadas y el pantalón apestoso, salpicado de mi desayuno. Decidí tumbarme en el andén porque no podía volver a casa; si lo hacía corría el riesgo de sufrir un “accidente” en el trayecto, y eso involucraría a otras personas.
La llegada de un tren me despertó. No sé cuánto tiempo me quedé dormido pero a mí me supo a gloria. El ruido del convoy me levantó del suelo como si nada. Olvidé lo que me había pasado antes de la siesta subterránea y hasta me sacudí las nalgas, muy jovial, como si mi facha valiera la pena ser cuidada. Una vez en posición vertical un mareo violento atacó mi cabeza. Puta madre. Rápido caminé hacia la salida, pero el trayecto era bien largo. El vomito subía otra vez, ya estaba en mi boca. Tuve que contenerlo con mis manos. El camino me pareció largísimo, insondable. Cruzando el torniquete mis cachetes iban bien hinchados, atascados de vomito. Di el espectáculo de la tarde a todos los que se cruzaron por mi apestoso andar. Dejé un rastro de vomito en mi camino. Solté lo que quedaba de mi desayuno apenas crucé el torniquete. La gente me barría, hacía muecas. A mí ya me valía madre, yo quería vomitar, así que lo hice, ruidosamente, aparatosamente, sin miedos ni vergüenzas. Lo aventé todorcio.
Volví al metro. Seguía sintiéndome mal. Abordé el tren. El trayecto fue limpio y sin detalles que lamentar. Llegué finalmente a casa. Ya en mi cama, con los dientes lavados y la ropa limpia, recordé lo que había desayunado y me lo imaginé solitario allá, en las banquetas del Eje Central y afuera del metro Salto del Agua. A esas alturas de la tarde seguro ya estaba seco por el sol, o tal vez un perro ya había pasado por ahí para darle una segunda oportunidad. Ayer desayuné huevos con ejotes.
surferofiero@yahoo.com.mx
1 Comments:
Sí, el vómito es otra onda. Y los orines también. Cruzar el metro con ganas de orinar es mortal, seguro. En el andén deberían existir canales - al estilo de la viejas cantinas- para ahí descargarse a gusto. Saludos perro, un gusto que te pasees por acuá.
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