Thursday, March 19, 2009

Radiohead


Hail to the thief
El concierto que Radiohead ofreció en México el pasado domingo 15 de marzo resultó brutal, al menos para mí. Esa noche sentí que el campo de baseball sobre el cual estaba parado, recibiendo los voltios directo en la cara, era un embudo donde irremediablemente se escurrían mis días. Y todos ellos se fueron al vacío, uno por uno, canción tras canción. El grupo de Oxford me mostró que la belleza vive dentro del caos y me permitió atestiguar cómo la fuerza de la gravedad se manifiesta. Esa noche me conmoví en un grado tan profundo que al final de la cita sentí que alguien me había rebanado la espalda de un hachazo para hurgar en mis adentros y luego arrojarme en medio del terregal que cerca las gradas del foro. Extrañas sensaciones circularon por mis venas esa madrugada camino a casa. Taquicardia acompañada de una suerte de confusión mental. Síntomas que finalmente trajeron consigo una idea clara, bien definida, a la mañana siguiente: era necesario repetir la dosis. Contaba con una entrada para el segundo concierto de los ingleses, pero mi deseo era acercarme aún más a sus amplificadores. Escarbando, conseguí dinero. Suficiente. Así que pensé que el resto sería sencillo: alguien podría tener un boleto de sobra y otra persona más querría un ticket como el que yo poseía; si la suerte estaba de mi lado y ambas circunstancias se daban cita todo resultaría apropiadamente.

Llegué a las afueras del Foro Sol cerca de las seis de la tarde del lunes 16 de marzo. Los revendedores dominaban el panorama, como de costumbre, pero buscando un poco me encontré con unos fans que vendían unos cuantos boletos, naturalmente, al precio que fueron comprados en taquilla. Y las entradas eran justo como las que yo requería. El paso uno estaba dado. Restaba que alguien comprase mi boleto para así completar el efectivo que me hacía falta. Busqué con la mirada a mi alrededor y me encontré con un tipo de aspecto desesperado. Ambos cruzamos nuestras miradas y luego éste me preguntó si tenía boleto. Le contesté que más bien quería deshacerme de uno para así comprar otro de mejor lugar. Tras mirarla y cerciorarse de que no era falsa, tomó mi entrada y me interrogó cuánto quería por ella. Le contesté que justo lo que me costó y que incluso estaba dispuesto a recibir un poco menos con tal de acelerar la venta. Aquel no dejaba de mirarme, inquisitivamente. Noté que estaba nervioso y eso me dio mala espina, así que intenté quitarle mi entrada, pero él la sujetó con fuerza mientras sacaba un radio de no sé dónde para decirme que formaba parte de un operativo y que yo era un revendedor, que por favor lo acompañara. Por supuesto que mi primera reacción fue decir que yo no era un revendedor. ¡Por favor, estábamos justo en medio de muchos de ellos! Tipos que descarada, abusiva y mañosamente ofrecían comprar y vender boletos en una transacción donde sólo ellos salían ganado. Profesionales de la reventa. Delincuentes. Los que todos vemos en cada concierto pues. Jamás intenté frenar esa especie de arresto, incluso, confiado en mi inocencia, le dije a la persona que tenía mi boleto, y que para entonces ya apuntaba mi nombre tras él, que aclaráramos el malentendido lo antes posible porque me urgía entrar al concierto. Sin embargo unos pasos adelante dos policías me tomaron del hombro y me llevaron hacia un autobús, de esos donde suelen transportarse los granaderos. Cuando noté que estaban a punto de subirme a él intuí que el asunto no iba a solucionarse pronto. Además, descubrí que el tipo que me “atrapó” no estaba cerca. Había desaparecido con todo y mi boleto. A la orden de “súbase ya” sentí que todo lo malo estaba por ocurrir. Hasta ese momento, ningún miembro de la justicia se identificó conmigo.

Dentro del camión había más personas, cerca de quince sufriendo una situación similar a la mía. Pero lejos de tranquilizarme por el hecho de no estar solo, me encolericé. Se trataba de asistentes al concierto que ofrecieron los boletos que les sobraban “al precio”, por diversas razones. Ninguno de ellos estaba interesado en hacer negocio y lo único que querían era salir del problema lo antes posible para entrar al concierto. Yo buscaba lo mismo. Pero ahí, entre escudos, macanas y cascos, sentí que estaba perdido. Anochecía y el acento de los sujetos que formaban parte de la ley era intimidatorio al momento de dar órdenes. Todos portaban pistola, y el simple hecho de que se parasen a mi lado me provocaba malestar. Absoluta desconfianza. Mi estancia ahí se prolongó por dos horas y media. Durante ese tiempo nadie me informó qué procedería conmigo hasta que finalmente un policía abrió la puerta y me sacó para subirme a una ambulancia.

Después de que verificaron mi ritmo cardiaco, una mujer frente a una computadora tomó de nueva cuenta mis datos y un tipo me explicó cuál era mi situación. Estaba ahí, dentro de una carpa resguardada por unos diez elementos de seguridad, porque me habían “agarrado” revendiendo, y eso era un delito. Así me lo dijo: te agarramos. De risa loca. Expliqué entonces qué pasó exactamente horas atrás, procuré dejar claro que yo no era un delincuente, pero a cambio recibí una respuesta seca: o pagaba en ese momento una multa de 1150 pesos por mi falta o pasaría más de veinte horas recluido. Le solicité entonces a la persona que hablaba conmigo que se identificara, pero argumentó que había extraviado su gafete. Vaya, así que yo tenía que darle más de mil pesos a un desconocido tras ser privado de mi libertad durante horas por otros desconocidos. Pasaban de las nueve de la noche. Kraftwerk seguramente ya estaba en sus camerinos para entonces, secándose el sudor tras ofrecer su set de canciones. Presionado por ese hecho y desesperado luego de permanecer horas encerrado, decidí pagar la multa. Quería ver a Radiohead, no pasar la noche en una esquina apestosa a orines. Y hablando de desechos orgánicos, minutos antes me enteré de que la ley no contaba con un baño para un criminal como yo. De hecho, otro detenido se vio orillado a hacer sus necesidades justo dentro del camión. Y claro, se hizo acreedor a una multa extra por ello.

Qué sucede aquí. Por qué los revendedores, a la vista de todos ese domingo y lunes y en todos espectáculos que tienen lugar en el DF, no son detenidos por los siempre eficientes y perfectamente planeados operativos que la ley organiza. Bajo qué parámetros se les permite delinquir a todas luces. Quiénes comandan esa mafia y en qué escritorio existe alguien con la vista suficientemente robusta como para no notar su presencia. Si yo soy un criminal, ¿cuál calificativo podrían recibir quienes permiten que ese círculo vicioso, donde la corrupción y el abuso son ley, se mantenga intacto? Fue muy complicado para mí terminar ese día con los bolsillos agujerados y mi estado de ánimo rondando las coladeras, porque lo peor de todo fue que mi boleto jamás me fue devuelto. ¿Es que era el cuerpo del delito? Cuando le solicité al tipo sin gafete que me mostrara la ley donde estaba estipulado que él contaba con la facultad de no regresármelo, se mostró lo suficientemente incompetente como para no hacerlo por él mismo, así que pidió ayuda a alguien más diciendo chabacanamente “ay, no le entiendo a esta ley”. Algo más, cuando le hice saber mi lista de quejas tampoco fue capaz de mostrarme dónde y con quién presentar formalmente mi inconformidad en ese momento. Estructuras colapsadas. Incompetencia. Impotencia. Quienes se suponía estaban cerca de mí para resguardar mi seguridad no hicieron más que provocarme repulsión. Cómo deseé que algún policía del karma estuviera cerca de mí ese lunes; el día que yo auguraba sería perfecto y que terminó demolido en un dos por tres, como una frágil casa de naipes.
*La foto que ilustra este texto fue tomada de la página oficial de Radiohead.