Sunday, February 25, 2007

Graham Coxon

En estos días de premios a lo “mejor”, esta pocilga de la red no podía quedarse fuera de la jugada. Ya una vez se intentó hacer el post correspondiente con la lista de los mejores discos del 2006 (que contiene cerca de doscientos platos, de los cuales, claro, sólo escuché diez), pero algo extraño en el blogger no lo ha permitido. Así que a continuación se asolean dos de los premios que se entregaron hace algunas semanas durante pomposa ceremonia en un famoso hotel de Tlalpan.

En la terna a Mejor Disco Solista de Un Guitarrista con Gafas y Jorobado que Perteneció a un Grupo Célebre y Que En Lugar de Hacerse El Genio Se Dedica a Ejecutar Pop Sin Pretensiones, el ganador es: Graham Coxon, por Love Travels at Illegal Speeds.




Graham Coxon
Love travels at illegal speeds
Parlophone, 2006.

Graham Coxon solía desempeñarse como guitarrista en Blur, hasta que decidió abandonar el puesto para que el conjunto continuara como trío. Ahora, ese tipo encorvado y con gafas, pone a la venta su sexto álbum como solista, una colección de canciones donde reitera que su intensión no es hacerse el geniecillo como, efectivamente, hizo mientras militó en Blur; lo de él, ahora, es tocar macizo. Estamos frente a un disco que recuerda a Ramones y a The Jam, a The Who y Sex Pistols, un plato de orillas punketas y centro pop donde Graham deja de lado la pedalería y las sutilezas para simplemente aplicarse a rasgar con fuerza las cuerdas hasta que el brazo se le calienta, y vaya que esta vez los músculos se le hincharon. Canciones como “Gimmie some love”, “I don´t wanna go out”, “Tell it like it is”, “Don´t relieve anything I say” o “Standing on my own again” demuestran que es cierto eso de que el amor viaja a una velocidad ilegal; con sólo escucharlas se pierde el miedo de estrellarse y salir volando hecho añicos tras abordar el bólido. Este disco me da valor, sí, basta de jugueteos. Metámonos en problemas, corrompamos la ley. Pisemos el acelerador a fondo. Tú y yo, ahora mismo.

Y el reconocimiento a La Figura que Durante el 2006 Consiguió que Una Veladora Con Su Imagen Fuera Encendida De Hoy a La Eternidad es para… no lo puedo creer, amigos… el premio es para: ¡Graham Coxon!


surferofiero@yahoo.com.mx

Monday, February 12, 2007

La nausea

Esta es una historia sobre degradación humana. Contiene suficientes elementos que mantendrán vivo el morbo de los cuatro lectores que se pasean por aquí. Ahí está el aviso. Ustedes sabrán si continúan.

Ayer salí de casa cerca del mediodía. Me baje en el metro Hidalgo y caminé un par de cuadras por Reforma. Me urgía conseguir un par de discos y quedé de verme con un colega que me los pasaría, afuera del periódico El Universal. Una vez hecha la transacción decidí asomarme al palacio Chino, quería revisar la cartelera porque supe que ya habían quitado Millions, la reciente obra de Boyle, así que fui hacia allá y descubrí que no estaba a la vista, sin embargo se anunciaba, milagrosamente, Nuestra Música, de Goddard. Con la idea de volver pronto para ver ese film de nuevo (ese trabajo merece, al menos, tres revisadas) me dirigí hacia la Alameda. Ahí empecé a sentirme ligeramente mareado. Caminé un poco más y en un semáforo, justo frente a la torre Latinoamericana, sentí no sólo eso, sino una nauseabunda sensación rondando mi tórax. Afortunadamente, cruzando esa avenida había un 7 Eleven, así que entré y compré un refresco con la idea de que una lata de gas me quitaría la sensación de malestar. Anduve unas cuadras más así, mientras bebía el contenido de ese envase y observaba montañas de piratería tendidas sobre bloques de concreto.

En una parada frente a un puesto de películas, las náuseas llegaron a su clímax y llegó un muy fuerte impulso por vomitar. Ese impulso era gravísimo. Insoportable. Impostergable. Di tres pasos y sin poder contenerlo vomité, prácticamente frente a un puesto de comida -de pescado, específicamente-. Ignoro si alguien me observaba, yo me sentía suficientemente mal como para comprobarlo. Dejé sobre la banqueta un buen charco y me moví rápido, como haciendo que yo no era el responsable de ese atascadero. Caminaba hacia la esquina cuando el impulso regresó y tuve que volver al lugar de la fechoría, seis pasos atrás. Ahí mismo dejé salir otra descarga de caliente contenido. En la desesperación por regresar a tiempo al lugar de los hechos, una parte de ese tibio caldo interior cayó en mi zapato y el pantalón. Ya saben, un batidillo.

Anduve así, embarrado de vomito y con la boca en muy mal estado hasta casi llegar a metro Salto del Agua, unas cinco cuadras más adelante. Intuí que había sido todo por ese día hasta que pasé por un mercado cercano y el ataque nauseabundo regresó. Esta vez pude contenerlo, hice un esfuerzo por pensar en otra cosa y me metí al mercado para buscar un baño. Es más, hasta pregunté a una señora dónde estaban los pinches sanitarios. Para llegar a ellos tenía que atravesar un buen número de locales, incluida la zona de carnicería y pollerías. Ya imaginarán cómo fue ese trayecto. Verdaderamente penoso. El sendero que me llevaba a mi destino olía a manteca y tripas de pollo, todo un reto que conseguí superar. Pagué en la entrada de los baños mientras me tapaba la boca; sí, la peste que emanaban esos baños no tenía calificativo.
Adentro: todo ocupado.
Así que tuve que esperar a que un cubículo se desocupara mientras unas seis personas hacían lo mismo, claro, observando con detalle mis gestos y el pésimo estado en el que me encontraba. Por un segundo consideré desahogarme en un tambo que estaba justo en el centro de los baños, uno muy grande que supongo contenía agua para echársela a los sanitarios. Afortunadamente un cubículo quedó disponible en unos cuantos segundos, así que entré y me recargué en la puerta, porque no tenía seguro, y con mi propio cuerpo atranqué la entrada de ese diminuto espacio “privado”. Cada compartimiento para defecar poseía paredes muy bajas. Como casi todo lo que existe en la ciudad; era un baño para enanitos. Así que por más que yo me agachara, mi operación sería testificada por todos los que esperaba afuera su turno. Ni modo. Vomité otra vez. Expulsé menos cantidad de alimento y en esta ocasión me dolió el estómago por el esfuerzo. Al salir sentí pena por el que utilizaría ese baño después de mí; lo dejé en un estado francamente deplorable.

Compré un boleto para el metro y me fui hasta el fondo del andén. El pasillo estaba atascado de gente, parecía que el tren llevaba un buen rato sin pasar. Una vez hasta atrás me dejé caer en el suelo; esperaría hasta que pasara uno con asientos disponibles, preferentemente medio vacío, ya que para esas alturas las posibilidades de que me vomitara dentro del tren eran altas. Digamos que se trataba de dar show, pero al menor número de espectadores posibles. Me hice bolita en el suelo y, chale (no hay mejor palabra para retratar la acción), me quedé dormido. Inaudito pero cierto. La noche anterior me había dormido cerca de las cinco de la mañana, así que estaba bien desvelado. Imagino mi cara, con pegajosos hilos de baba colgando de mi barbilla, los ojos rojos y las ojeras bien marcadas, sudadísimo (a esa hora de la tarde el sol caía a plomo y yo iba vestido de negro) y tirado ahí en el andén, con las botas vomitadas y el pantalón apestoso, salpicado de mi desayuno. Decidí tumbarme en el andén porque no podía volver a casa; si lo hacía corría el riesgo de sufrir un “accidente” en el trayecto, y eso involucraría a otras personas.

La llegada de un tren me despertó. No sé cuánto tiempo me quedé dormido pero a mí me supo a gloria. El ruido del convoy me levantó del suelo como si nada. Olvidé lo que me había pasado antes de la siesta subterránea y hasta me sacudí las nalgas, muy jovial, como si mi facha valiera la pena ser cuidada. Una vez en posición vertical un mareo violento atacó mi cabeza. Puta madre. Rápido caminé hacia la salida, pero el trayecto era bien largo. El vomito subía otra vez, ya estaba en mi boca. Tuve que contenerlo con mis manos. El camino me pareció largísimo, insondable. Cruzando el torniquete mis cachetes iban bien hinchados, atascados de vomito. Di el espectáculo de la tarde a todos los que se cruzaron por mi apestoso andar. Dejé un rastro de vomito en mi camino. Solté lo que quedaba de mi desayuno apenas crucé el torniquete. La gente me barría, hacía muecas. A mí ya me valía madre, yo quería vomitar, así que lo hice, ruidosamente, aparatosamente, sin miedos ni vergüenzas. Lo aventé todorcio.

Volví al metro. Seguía sintiéndome mal. Abordé el tren. El trayecto fue limpio y sin detalles que lamentar. Llegué finalmente a casa. Ya en mi cama, con los dientes lavados y la ropa limpia, recordé lo que había desayunado y me lo imaginé solitario allá, en las banquetas del Eje Central y afuera del metro Salto del Agua. A esas alturas de la tarde seguro ya estaba seco por el sol, o tal vez un perro ya había pasado por ahí para darle una segunda oportunidad. Ayer desayuné huevos con ejotes.


surferofiero@yahoo.com.mx

Thursday, February 01, 2007

Ciertas lágrimas

Suelo recurrir a las lágrimas cuando las emociones me rebasan, aunque no soy de los que pasan varios minutos derramando agua de los ojos. Es difícil que llore mientras alguien me cuenta un suceso trágico de su vida o cuando intentan lastimarme con palabras, pero con la música… líneas que llegan hasta mi cuello nacen con regular frecuencia de bajo mis párpados. Hay canciones que apenas escucho y, como si estimularan una reacción química en mis pupilas, me sueltan a llorar sin remedio, no importa que sea en el metro, en medio de un día de campo o en mi cuarto por la madrugada. Existen canciones que me conmueven por su sola estructura armónica, su línea melódica o por la perfecta conjunción de sus palabras. A veces sólo basta un detalle, un acento, un acorde, el drama de alguna nota retrasada, para tumbarme. Y ni siquiera es necesario que la tonada me recuerde algo; el sonido en estado puro consigue eso en mí. Seré honesto: últimamente he llorado escuchando a The Beach Boys, a Graham Coxon, a Michael Nyman, a The Animals… pero esta vez no platicaré sobre mis lloriqueos frente a las bocinas. No.

Las películas. También he llorado gracias a una película, pero a destiempo. Quizá existan averías entre mis pestañas, no lo sé, pero cuando estoy en una sala de cine y las lágrimas me sorprenden, el resto de los espectadores ríen. Mientras yo me levanto del asiento tallándome los ojos, el resto aplaca sus bostezos. Así que, a mi manera, soy cliente frecuente de los pañuelos en las salas de cine. Y ya lo dije: muchos ejemplares de mi colección de discos viene acompañada de papel sanitario. Pero ¿qué hay del televisor? ¿Lágrimas frente al televisor?

Ya había escrito algo sobre Six Feet Under por aquí, una serie de televisión dirigida por Allan Ball que pone en la pantalla la vida de una familia angelina que se dedica al negocio funerario. Pues me hice de alguna manera de las cinco temporadas. Se trata de una serie televisiva propositiva, aunque con un par, o quizá más, de gravísimas inconsistencias en la trama. La disfruté en diminutas dosis durante el año pasado, capítulo tras capítulo, hasta que del empaque saqué el último disco de la última temporada. El final en serio. ¿Qué les cuento? Durante los minutos finales me puse a llorar, irremediablemente. Y lo peor; cada segundo que pasaba, conforme iba descubriendo el desenlace de los personajes que a esas alturas quedaban en pie, mi gesto se arrugaba más. Me sorprendió sentir ganas de, ya de plano, llorar a moco tendido ahí, frente a la TV. Ahora que lo recuerdo me doy cuenta que mi sorpresiva emoción mojada vino al descubrir que el punto final de la serie era irreparable. Quiero decir, Ball reservó a los protagonistas una última aparición descarnadamente humana. Sí, humana. Me vi brutalmente reflejado ahí. Nada de presenciar algo que en el fondo sabes muy probablemente jamás te suceda, o que al menos no forma parte de tus planes. Y eso es lo que me ha pasado en el cine. Recuerdo la escena de cierta película donde el protagonista se sentaba a devorar una manzana en una cocina solitaria. Yo encontré tan desoladora esa imagen, que cada mordida me hacía hundirme más y más. Claro que había una trama detrás de eso, no lloro nada más porque una hoja cae de un árbol (¿o sí?). Bueno, el punto es que mientras yo lloraba a discreción hubo risillas a mi alrededor, supongo que tras escuchar el chomp chomp del que masticaba.

Cuando he llorado en el cine ha sido tras compartir una emoción con alguien que aparece en la pantalla; un ser humano. Y cuando me he visto reflejado ahí, no puedo más que latir al ritmo de la desgracia que comparto. Y luego el resto ríe. Como que mi vida está de risa. El día que vi el final de Six Feet Under no había quien riera. No estaba solo, pero hubo silencio absoluto hasta que el reproductor de dvd´s expulsó automáticamente el plástico. Lloré durante cuatro minutos y treinta segundos. El tiempo que duró una canción, “Breathe me”, de Sia. El tiempo que la secuencia de despedida se tomó en transcurrir. No he vuelto a escuchar esa canción desde entonces –es, según recuerdo, una baladilla rancia sin gracia- y no sé si cuando eso ocurra me ponga a llorar, a recordar. Lágrimas. Ya les diré luego (si regreso a ese disco, porque claro que lo tengo): “últimamente he llorado escuchando a The Beach Boys, a Graham Coxon, a Michael Nyman, a The Animals… y a Sia.