Monday, October 29, 2007

Liverpool

El tren anduvo medio vacío desde que salió de Londres y el viaje no fue lo estimulante que yo esperaba; lo único que las ventanas dejaron ver fueron campos interminables, ríos solitarios y casas viejas que se repetían una tras otra bajo un cielo gris. El cuadro perfecto para despedirse, seguro. Mientras dormitaba en mi asiento, a cada minuto podía sentir cómo Londres se iba quedando atrás, y para mí no habría vuelta. Pensaba en “Black and white town” de Doves cuando mi andar era en reversa; al pueblo satélite que, a decir verdad, alguna vez fue el ojo del huracán y que muy pronto será la capital de Europa. Todo el cansancio acumulado se esfumó de golpe al abandonar el tren Virgin. Y mientras cargaba mis maletas caminando por la estación, en mi nuca rondaba la tonada de “Ticket to ride”. Mediodía soleado y un suelo enjuagado por millones de lágrimas. Liverpool, al fin.

El encargado del lugar que me dará alojamiento me ha dicho que la mejor opción para llegar a mi morada es tomar un taxi, así que ya fuera de la estación le indico la dirección a un conductor que abraza el volante al lado izquierdo de un vehículo negro que conserva las bondades estéticas de hace cincuenta años. En pocos minutos estaré ahí, en el lugar que busco; una casa amplia a las orillas de la ciudad que presume una fachada muy similar a la que he visto decenas de veces en películas. Abro una puertecilla de madera que luce ligeramente descuidada y toco a la puerta. Un hombre sale con una sonrisa y me invita a pasar. La casa luce excelente ya dentro. Veo la cocina, con el sol sobando una mesa que carga en su centro un frutero con manzanas. Ese detalle me llena de alivio; siento que todo irá bien y que mis amargos recuerdos en un miserable hostal londinense quedarán sepultados por el peso seco de una cama limpia y un baño decente. El suelo de la casona es de duela y la escalera se merece un premio pero, joder, esa chimenea… no tiene recato en guiñarme el ojo. El sitio del fuego no está en desuso -como suele ocurrir- y muestra restos de las últimas flamas, quizá de ayer o de hoy mismo, por la mañana. La miro y me veo ahí, sobándome las manos mientras un tarro de cerveza descansa en el suelo, esperando a pasar por mi garganta tras una cena caliente.

No puedo sentarme cuando el hombre se excusa por un minuto; permanezco de pie observándolo todo, saboreándomelo todo, pero entonces reaparece mi anfitrión, de nombre Steve, y me hace saber que no podré quedarme en su casa. Hay remodelaciones, dice, composturas que hacerle a esa vieja casa. Me comenta que estaba planeado que los desperfectos desaparecieran para mi llegada, pero sobrepasaron las expectativas y un grupo de personas mucho más numerosa que la que llegamos ese día – mi chica y yo- arribará al lugar la próxima semana y lo mejor es apresurar el paso sin clientes estorbando. Bien, entiendo todo eso, suena lógico, pero ¿a mí qué? Yo ya pagué y quiero mi servicio. Mientras tomo aire para iniciar el reclamo Steve me mira con una mueca que delata me tiene algo preparado. Me explica que hay un hotel justo en el corazón de Liverpool, muy bonito. 4 estrellas. Y hay reservada una habitación para nosotros. Él pagara la diferencia y su hijo nos llevará hasta allá. Oye, Steve, qué detalle de verdad. No esperábamos menos de ti, hombre. Pues vamos allá entonces. Salgo de ahí con todo y maletas. Steve me mira abordar su auto y me muestra desde la puerta cuatro de sus dedos mientras grita ¡four stars, four stars! Es un tipazo.

Abordamos el auto de Steve y su hijo toma el volante. Él estudia en Leeds, me comenta que el bajista de los Kaiser Chiefs alguna vez salió a comprarse unos converse con un amigo suyo de la universidad. Dice que no está harto de los Beatles y sus necios visitantes, que incluso no le desagradan. Antes de dejarnos en las puertas del hotel se toma unos minutos y nos lleva a una colina desde donde puede verse todo Liverpool; la catedral, el Mersey… Apenas ese chico se despide, un botones me ofrece ayuda con mi inmensa maleta, un detalle que aprecio cuando estoy harto de cargarla por todo el tube londinense, repleto de escaleras y demás obstáculos. Nos toca el primer piso. Nuestro cuarto es pequeño, pero es una monada. Vamos, no hiede a alfombra podrida y el baño invita a ser utilizado, hasta hay toallas limpias y un televisor para disfrutar las carreras de galgos.

Justo afuera, en las puertas del hotel, las gaviotas pasan por las azoteas y el aire huele a muelle, a pescado y a moho, a humedad y viento frío. Con las maletas abandonadas en un esquina de la habitación, avanzo cruzando calles solitarias, y conforme lo hago se hace más agresiva la presencia de ese aire lacerante que corta como puta navaja. Cuando me paro en seco por cadenas que pretenden detener la caída al río Mersey de algún despistado, entiendo la razón del vendaval helado. Ese Mersey es algo serio. Se trata de un río inmenso, tempestuoso e intimidante. Casi negro, de una oscuridad insondable. No me gustaría bajo ninguna circunstancia verme abrazado por esa marea brava e indomable. La postal es francamente memorable. Atardece y a lo largo del río no existe una sola silueta. Mi chica y yo andaremos a su lado por un buen rato. Después, haremos una parada en una tienda de autoservicio para hacer las compras pertinentes (y hay que hacerlo temprano porque, por alguna extraña razón en Liverpool todas las tiendas cierran ridículamente temprano). Nos hacemos de algunas latas de cerveza irlandesa, espesa y barata– claro, si comparamos los precios con los pocos frascos que llegan a México a precios exorbitantes-. Tenemos todo para cenar en la habitación, así que ponemos un seis a la orilla de la ventana del hotel para que en unos minutos ya esté escurriendo escarcha de sus paredes. Yo como, bebo y veo galgos correr, pero en realidad mi mente está estacionada en las banquetas Mathew Street. Ya me urge ir hacia allá.

A la entrada de la calle que la fauna beatle suele presentar con un rimbombante “aquí fue donde todo comenzó”, existe una tienda llamada Beatle Shop, atascada de basura por la que hay que pagar precios sin madre. Hay vinilos, cintas, posters y todo lo que uno pueda imaginar con la imagen de The Beatles –una vajilla, por ejemplo-. En mis planes no figura comprar cosa alguna, así que no me siento decepcionado, a unos pasos de ahí está lo que busco. The Cavern. La coladera donde John y sus compinches se hicieron de un nombre para de ahí regar su fama a todo el planeta. La Caverna, según las fotos, era un sótano húmedo y maloliente donde centenas de parroquianos sudaban al ritmo del sonido Mersey a inicios de los sesentas, pero esa mítica cueva hace años fue dinamitada. La leyenda cuenta que, ladrillo por ladrillo, fue reconstruida justo enfrente de la acera donde solía estar. En su lugar hay un pub donde uno puede encontrar memorabilia beatle en vitrinas (instrumentos, ropa, autógrafos), pero lo verdaderamente atractivo está en sus paredes, atascadas de propas de aquellos años de Mersey Beat. Pido una cerveza ahí y recorro el lugar leyendo esos carteles de antología mientras un conjunto de medio pelo se discute algunos covers sesentosos. Pero un segundo, el grupo ese no porta peluca, vestuario alusivo ni se aplica a reproducir con menudencias sus interpretaciones a clásicos del rock; se trata de un grupo que cumple, pero que no se obsesiona. Y la gente que llena el lugar, de todas edades, luce feliz con lo que escapa de las bocinas. No sólo se escucha repertorio beatle, hay de todo y con ánimo irrespetuoso.

Dejo mi vaso vacío en una mesa y cruzo la acera. Estoy frente a los ladrillos del Cavern. Hay que bajar un buen número de escalones para encontrarse con una reproducción fiel de eso que uno suele ver en las fotografías. Techo de ladrillo, suelo imperfecto y un escenario rayoneado al fondo, muy pequeño. Eso sí, nada de humedad ni apretujones. Todo está en orden. Hay poca gente y unas mesas invitan a sentarse a la luz de las velas. Sin embargo, en una esquina del lugar se escuchan guitarras, hay una puerta y detrás de ella un conjunto sudando con sus instrumentos encima. Pero olvídense de esos beatles ¿ah? Se trata de un grupo que toca música original, y no se escucha nada mal. La situación está como para quedarse un buen rato; hay chicas, tragos, ruido… quizá los próximos The Coral están sobre la tarima pero, ¿dónde están The Beatles en ésta, la mera Caverna? ¿Qué aquí no se les recuerda, no se les encienden veladoras? Yo no encuentro rastros de su sonido, ni siquiera hay una rockola para hacerlos girar. Esta gruta es en realidad un club donde se presentan grupos que quizá sólo compartan nacionalidad con John, George, Paul y Ringo. Así las cosas, me largo de ahí sin siquiera pedir una pinta. Mathew Street es una calle pequeña y estrecha, pero sobran pubs y el par de lugares que acabo de conocer están lejos de lo que busco.

A unos cuantos metros está el Rubber Soul. Un salón inmenso con una barra descomunal donde, ejem, se escucha música electrónica barata y hasta hay servicio de karaoke. Está repleto de chicas que a todas luces vienen saliendo de una fiesta donde la formalidad era obligatoria. De hecho gran parte del personal trae una facha muy bien cuidada. Digamos que ahí no hay rock & roll, pero la cerveza es buena. Mi chica y yo atendemos el show de las mujeres que escaparon con tacones de la fiesta para emborracharse a gusto descalzas. Una porta una falda muy provocativa y lo que quiere es deshacerse de ella. Finalmente lo hace y no para de bailar. Las mujeres de Liverpool son muy guapas, tengo que decirlo, así que el espectáculo no está como para ignorarse. Ahí está, tambaleándose sin falda y cantando algo de, no sé, quizá Britney Spears. Digamos que el Rubber Soul le hace honor a su nombre con una selección musical apestosa a silicón. A pesar del show, sólo soporto un trago ahí dentro.

Al salir del Alma de Goma nos encontramos con una fachada mucho menos llamativa. El lugar se llama The Grapes y en la pared hay un cuadro enmarcado, muy discreto, que dice: The Grapes is the only tradicional pub on Mathew Street. The Beatles would often have a pint here before playing in the Cavern Club. Buen recibimiento. Pero mejor el abrazo al entrar, porque The Grapes enterró un clavo en las páginas de su calendario para dejarlo atascado en algún día de 1955. La duela del suelo, las lámparas, incluso el tapiz, son los mismos de hace décadas. Tomamos una mesa junto a una vieja chimenea y descubrimos que la madera y el cojín de los asientos de verdad lucen viejos. Pedimos un par de pintas sin darnos cuenta de lo que el lugar es en realidad; extraviados en los detalles que cuelgan de las paredes –fotografías del viejo puerto, de su gente, de las casas- no nos hemos percatado de la clase de personas que entran aquí a sobarse el cogote con una cerveza. Estamos codeándonos con la pandilla más ruda del puerto, sin lugar a dudas. No hay falla. Un tipo golpea una máquina luminosa con el rostro desencajado y los puños hinchados, apenas puede sostenerse y balbucea maldiciones mientras sigue insertando monedas en una ranura y suelta patadas al aire. También hay dos tipos bailando al ritmo de un rock & roll, dos hombres. Mientras lo hacen se codean agresivamente y se dan uno que otro cabezazo intimidatorio. Se recriminan algo entre sí pero no dejan de bailar. Están aún más ebrios que el de la máquina. Con un vistazo descubrimos que el lugar está prácticamente repleto de hombres duros, completamente briagos y en busca de golpes. Muy a la Hamburgo de los cincuentas. Por ahí hay una chica a la que valdría la pena tomarle una foto. Una auténtica prostituta inglesa que bebe a buen ritmo y barre con la mirada a todos los parroquianos acompañada con un gesto de asco atravesado en el rostro. Este lugar está rasposo. Como que en el Grapes se bebe recio y sin temblores de mano. Estamos en el mejor pub de toda la isla para alegar a buen volumen y soltar toda la mierda atorada en el cuerpo con un eructo sonado en el oído de quien se atraviese. Pareciera que este agujero se tambalea a la orilla de una barranca, que está a punto de irse al fondo, a la chingada con todos los de adentro. Pero se sostiene. Durante horas. Al menos las que yo y mi chica permanecemos ahí. Abandonamos el lugar sin saber cuánto tiempo soportará más así, pero en realidad no hacemos más que preguntas torpes cuando ni siquiera nosotros sabemos qué hora es.

Cuando parece que la habitación del hotel será la siguiente parada, justo frente al Grapes el ruido del Flanagan´s nos invita a entrar. Y ni modo de despreciar. Bajamos unas escaleras y nos encontramos con un sótano atestado de gente bailando. En lugar de mesas hay barriles de madera y se presenta un conjunto amenizando, cuatro tipos canosos que escuchan el griterío amorfo de los que beben, pidiendo quién sabe que canción. Nos acodamos en la barra y una chica se acerca. Luce sonriente y drogada. Platicamos un poco con ella. Nos pide que adivinemos su edad, su nacionalidad, y nos cambia las respuestas por pintas. Luego nos presenta a su futuro esposo, quien nos cuenta que se casarán el próximo fin de semana y que desde ya han comenzado la fiesta. Qué buena suerte, hemos llegado en el mejor momento y ahora nosotros somos los invitados de honor, así que vienen más cervezas antes de que siquiera comencemos las que nos acaban de invitar. El grupo ejecuta entonces “Subsititute” y todos bailan porque, hombre, la versión que está haciendo a ese conato punk de The Who carece de desperdicio. Dentro de todos los que menean al ritmo de Townshend sobresale un anciano de gabardina que regala globos y juega con una marioneta. La futura novia y mi tía entrecruzan sus manos y bailan risueñas. Yo me sacudo solo en la barra, mareado pero consciente que la de esta noche es una de las mejores fiestas a las que he asistido. Permanecemos horas ahí, hablando del acento indescifrable de los lugareños, de la cerveza mexicana, bailando “Maggie Mae”… supongo que cuando salimos de ahí está apunto de amanecer. Supongo que mi parada en un teléfono público para hacer una llamada hasta casa debe ser un gran show. Familia ¡contesten por favor! ¿Qué no ven que estoy en Liverpool y quiero hablar con ustedes? ¡Cómo no puede haber nadie por ahí cuando el rumor del Mersey me arrulla y quiero que lo escuchen!

Habrá resaca al despertar. Pero mi acompañante y yo repetiremos la ruta al otro día, y al otro, y al otro también. Mathew Street se volverá nuestra cita obligatoria por las noches. También volveremos a la orilla del Mersey, a gozar de su frío, de todos los alrededores del puerto. Sobaremos a diario el suelo de una ciudad vieja, preñada por el olvido a pesar de que las remodelaciones pretenden modernizarla a punta de martillazos. Visitaremos la catedral. Penny Lane. Strawberry Fields. Bosques alucinantes de tan antiguos; pubs que despachan platos de Kinks y Yardbirds; locales de antigüedades rebosantes de parafernalia pop... Y en el cementerio de la antigua iglesia de St. Peter´s nos cubriremos del viento con sus tumbas en una tarde nublada y lluviosa, acompañados de los rezos del Father McKenzie rondando las cruces. Pasados unos días tomaremos un avión y volveremos a casa. Mi ropa llegará a México oliendo a fauna muerta del muelle. Cuando los demás la huelan me preguntarán ¿y qué tal estuvo tu viaje beatle? – ¿De qué Beatles hablas? –Contestaré- Allá casi nadie los recuerda. Pero a unos meses de distancia del viaje recuerdo, claro que recuerdo. Y hoy que el frío lastima en la ciudad de México, siento hondo, bajo mi suéter apestoso a Mersey, eso que solía cantar John: there are places I´ll remember all my life, tough some have changed.

surferofiero@yahoo.com.mx

Monday, October 22, 2007

Diva

Estoy en la alfombra roja de los premios MTV, tras una valla, justo en medio de las dos televisoras que se disputan el mayor número de espectadores en México. Una insana cantidad de fauna nociva pasa frente a mí y todos los reporteros y fotógrafos que acudieron al llamado del pútrido canal de videos. Apretujado, sudo. No puedo moverme. Necesito escapar pero me es imposible; estoy cercado por cámaras, cables, luces, micrófonos y grabadoras de voz... Los reporteros de esos emporios televisivos hacen más dolorosa mi estancia aquí; poseen la misma actitud que solía presumir María Felix, se comportan de manera verdaderamente ridícula. A pesar de que estamos frente a las “estrellas” que ellos suelen llamar “artistas”, se dan el lujo de escoger a quiénes entrevistar y pobre de aquel “grupo de rock de bajo rango que no aparece en canal dos o trece ” que se acerque a ellos como pidiendo una entrevista, porque recibirá una mirada de burla seguida de un: no, gracias, estoy esperando a Hugo Sánchez Jr. ¡Hugo Sánchez Jr! ¿Quién es ese, a qué se dedica? ¿A quién chingados le importa su vida?

En eso estoy, a punto de abrirme paso a codazos para escapar del chiquero, cuando un camarógrafo que se encuentra sobre una escalera para ver cuál luminaria se acerca, advierte: “a ese que viene lo tienen que entrevistar”. ¿ Y quién es ese? contesta algún reportero. La respuesta la tienen las decenas de adolescentes que sobre unas gradas se dedican a gritar sin escatimar garganta: ¡Robert, Robert, Robert! Es nada menos que Robert Smith. Lástima que en ese momento aparece a su lado el cantante de Fobia. ¡Leo, Leo, qué bien vestido vienes, a ver, déjame verte, qué guapo! Cuando termina la entrevista con el "guapo de Leo", el camarógrafo le reclama al reportero que haya dejado pasar a Smith. El del micrófono se excusa: es que yo estoy acostumbrado a reconocer a Niurka, a Vero Castro. Y tiene razón. Seguro. Pero ¿entonces por qué esos adolescentes -que también sólo son capaces de reconocer a los “actores” de la telenovela en turno- sí están al tanto de quién es Robert Smith y celebran la aparición de la robusta figura de ese greñudo de negro que reparte sonrisas? ¿Quién los entrenó previamente para que respondieran en el momento justo con la celebridad apropiada?


Leo levanta ambos pulgares frente al micrófono de La Oreja mientras, a su lado, Robert Smith nos ofrece el mejor ángulo de su nido de piojos.

La pasarela continúa. Comienza ser aburrido ver a tanta mujer haciéndose la sensual sin éxito. Por un momento el pasillo se atasca de chicas de esa calaña, pero entre lacias cabelleras rubias descubro un afro aparatoso. Me paro de puntas y ahí viene, caminando sereno, chupando tequila y mirando de reojo todo: Brent DeBoer, el baterista de The Dandy Warhols. Nadie lo mira, nadie lo aclama ni le pide un autógrafo, seguro lo confuden con Kalimba o algo así. Lo sigue Courtney Taylor- Taylor. ¿Sorprendido, incrédulo, harto de haber vivido esto tantas veces? ¿Drogado, borracho? ¿Sobrio? Él, que sabe lo que es recibir besos en los pies, ¿estará deprimido porque nadie lo reconoce? Por su parte, ZiaMcCabe se acerca a los reporterillos de espectáculos que sólo conocen a Verito Castro y les pide un beso. Qué monada. Digamos que el resto del conjunto la está gozando, pero Courtney no toma la fiesta con ese desparpajo. Como que está revisando el estado del tacón de sus botas y filosofando al respecto cuando le grito: ¡Courtney! De inmediato voltea y me sonríe. Su rostro cambia de golpe dejando el hastío de lado; su mirada se vuelve sugestiva y brillante. Acabo de cerrar la boca y ya me queda claro cómo funciona este mundo en el que me siento ajeno. Las divas viven de esto, del flash. No importa si están detrás o frente a la cámara, en ese resplandor que dura un parpadeo se dan cita sus latidos más sonados, los que recordarán en estado de éxtasis cuando las grietas de su rostro ya no puedan ser resanadas. Le muestro mi cámara a Courtney y él entiende la petición. El cantante no lo sabe, pero seré el primero y el último que le pida una foto en esa alfombra. Aunque, ¿a quién le importa eso? De momento todo está bien y el mundo sólo está ocupado por dos humanos y un aparato: él, yo y la cámara. Así que se acomoda ligeramente el cabello, entrecierra los ojos y humedece sus labios. Clic.


Esta es una diva.

Sunday, October 14, 2007

(He´s so heavy)

Thursday, October 11, 2007

Autobus



Dear Wendy. Días nublados. Como para tomar un double decker bus por las calles de Londres o, mejor aún, las de Liverpool. Hoy me levanté de la cama y recordé aquel viaje que hice en bus para llegar a Penny Lane, y extrañé. En verdad que extrañé. Escuché "Bus stop" de The Hollies en casa mientras me preparaba para salir y en un segundo mi cabeza ya estaba hasta allá, recibiendo el frío viento del puerto. Debes saber que los camiones de aquí son aburridos, de un solo piso, grises. Tomé uno hoy, y encontré milagrosamente un asiento vacío. Calenté el plástico con el nuevo álbum de Radiohead en los audífonos. Es el primer plato que compro por internet. Jamás imaginé que pagaría por un disco que no "existe", pero ya lo hice. Incluso yo mismo le puse el precio (pero Wendy, sabes que no te diré cuánto pagué por él, luego me echarías en cara mi tacañería). Decidir yo mismo el precio fue como alguna clase que tuve en la prepa, cuando un maestro que se hacía el hippie decía: en esta materia cada quien se pondrá la calificación que se merece. Y yo siempre me ponía ocho, lo justo. In Rainbows es un álbum fabuloso, no sé si le ponga ocho de calificación pero voy a escucharlo mucho en estos días, ya te contaré luego con exactitud lo que me ha hecho sentir. Eso sí, espero tener pronto una rodaja de hule en mis manos que certifique que ese sonido "existe" en realidad, aunque sé que el precio andará cerca de los mil morlacos y tendré que, ahora sí, hacerme de un tocadiscos decente (me gusta esa palabra, tocadiscos) para ponerlo a girar, tú ya sabes que odio escuchar música en la computadora. De momento me dirigiré al Wall Mart en autobus, para comprar unas Guinness y escuchar este In Rainbows como se debe.

Wednesday, October 03, 2007

Tacos de guisado

Talina era, para mi gusto, la chica más chida de la prepa entera. Se pintaba el cabello de rubio y usaba gafas. Era delgada y con un par de nalgas muy correctas. Aparentaba ser una persona muy enterada de lo que sucedía en nuestro país y lo mostraba en las clases de Problemas Socio- económicos y Políticos de México. Ponía cara de asco cuando alguien intentaba hacerse el gracioso con ella y miraba con desdén a la horda de ineptos que llegábamos tarde a clase, sudando y ladrando necedades después de estar en las canchas por horas. Entonces yo no medía no más de un metro con cincuenta centímetros y jamás me había pasado un rastrillo por las patillas, así que es sencillo comprender por qué un día cometí la torpeza de platicarle a “alguien” que yo era fan de Talina. Me descosí de un jalón y no sólo revelé que la rubia postiza me gustaba; expliqué con detalles que tenía un pedestal imaginario para ella en mi habitación y cómo desde ahí su exquisita silueta era contemplada babosamente todas las noches. Claro que ese “alguien” corrió de inmediato a contarle mis idioteces a aquella. Lo supe cuando llegué al salón y la Álvarez (ese era su apellido, lo recuerdo bien) me sonrió de manera especial. Pero aguarden, no era una sonrisa de ternura, sino una que insinuaba que desde ese momento en adelante yo dejaría de ser una rata hambrienta –como todas las que olisqueaban su andar- para convertirme en La Rata. Apenas terminó la clase se levantó de su asiento, justo frente al escritorio del maestro, para cruzar todo el salón contoneándose y haciéndose notar a cualquier costa para luego detenerse en mi pupitre, hasta el fondo. Se inclinó hacía mí y, de lasciva forma, me ofreció de su manzana. Antes ni siquiera me saludaba, pero repentinamente la tenía ¡sentada en mis piernas y preguntándome al oído, muy quedo: ¿quieres manzana?! Y cuando digo esto les pido que se la imaginen pegando sus labios a mi oreja mientras sus… sí, sus nalgas, caían con todo su peso sobre mis flacos muslos. Manzana. Me daba de su manzana. El rumor del salón en esa hora muerta se detuvo de tajo ante su petición, todos volteaban a vernos. Yo no supe qué decir. Tartamudeé. Me trabé, me puse rojo. Ella se levantó sonriente mientras mis compañeros sacudían la cabeza en señal de reprobación por mi torpeza. Con esa acción se inauguró una prolongada serie de provocaciones que yo jamás supe responder. ¿Qué podía hacer un adolescente granoso ante una burla así? ¿Cómo hacerme de un poco de dignidad y reclamar cuando acciones como la de la manzana era lo único que podía obtener de ella? Era eso o su indiferencia. Todo llegó al extremo una ocasión en que Talina me invitó al cine, sí, ella me invitó. Allá fuimos. Llevaba puesto el pantalón más untado de la historia de Levi´s. No recuerdo demasiados detalles, pero tengo claro que cuando nos sentamos y las luces se apagaron, puso la bolsa de palomitas en medio de sus muslos y me invitó a tomar un puño de ahí. Lo hice y, ay, Talina comenzó a gemir. Eso fue el colmo, dirán ustedes, pero saben qué hice, pues tartamudear y levantarme al baño para volver unos quince minutos después. Para qué mentir. Y situaciones como esa se repitieron con regular frecuencia, sin importar si había tres o quince personas alrededor. Fui el divertimento de Talina por varias semanas. Hasta que salimos de la prepa y jamás supe de ella de nuevo.

Hace unos días fui a recoger un cheque a cierta editorial. Muy cerca de ella hay un puesto de tacos muy efectivos, así que hice una parada y pedí un par. Había una tele junto a la salsa verde y podía verse a un trío de bestias cantando una canción. Reik, se llama el grupete ese. Una mujer me daba la espalda y se desgañitaba canturreando. Al comienzo me hizo gracia, pero conforme las estrofas avanzaban ella aumentaba el volumen de su voz hasta llegar al punto en que todos los que hincábamos el diente en nuestro taco estábamos más preocupados por sus afinación que por decidir si el siguiente sería de alambre o de machaca. Cuando Reik recibió los aplausos del público en el estudio de TV, la tipa abandonó su plato y pagó. Se dio media vuelta y entonces la vi de frente. Era Talina. Los supe por sus lentes y el cabello rubio, pero sobre todo por la pose, no me pregunten cuál porque no lo sé, pero la pose era la misma de aquellos días de prepa. Ella no me reconoció, claro. Recibió su cambio y se largo. Cuando descubrí quién estuvo comiendo tacos y gozando a Reik dejé de masticar para recordar de golpe todo lo que acabo de escribir. Al reaccionar, Talina ya no estaba por ahí, así que no puedo informarles qué tanto ha cambiado. Qué más puedo decirles. Vayan a esos tacos, se los recomiendo, están a la salida del metro División del Norte.

surferofiero@yahoo.com.mx